Comentario al evangelio del Domingo 17 de Junio del 2012
Parábolas contra el desánimo
El desánimo, como su mismo nombre indica,
es una enfermedad del alma: por motivos muy diversos, el ser humano puede experimentar que se le
desinfla el alma, que pierde el ánimo, el aliento interior que le hace caminar, luchar por lo que cree,
superar dificultades. Se tiene entonces la impresión de que esa lucha es inútil, que ese camino no
conduce a ninguna parte, que las dificultades son más fuertes que nosotros. Las causas del desánimo
pueden ser muy diversas: pueden ser factores externos, hostiles a nuestras convicciones o a nuestra
forma de vida, que pueden llegar a hacernos dudar, y a plantearnos si no seremos nosotros los
equivocados; pueden ser problemas internos de nuestro grupo de referencia (matrimonio, comunidad,
iglesia…), que no responde a nuestras expectativas, a la imagen ideal que nos habíamos hecho de él;
pueden ser, también, causas estrictamente personales, como momentos de crisis, de oscuridad, de
depresión…
El grupo de los discípulos de Jesús, aun yendo en pos del Maestro, experimentó también momentos así.
Las grandes expectativas suscitadas en el encuentro con el joven rabino de Nazaret no acababan de
cumplirse. Por un lado, la respuesta a la predicación no era tan positiva como hubiera sido de esperar;
incluso encontraba una oposición abierta y creciente por parte de los dirigentes del pueblo, hasta el
punto de que seguir a Jesús se hacía peligroso. Pero, además, por el otro lado, el mismo modo de
concebir Jesús su mesianismo no correspondía con lo que los discípulos esperaban, apoyados incluso
en las promesas del antiguo testamento, como da a entender la primera lectura: liderazgo social,
político y militar, liberación de Israel, retorno de los tiempos de gloria como en el reinado de David.
Nada de eso se estaba cumpliendo y, es más, no parecía que Jesús tuviera mucho interés en que fuera
así. A todo esto cabe añadir las disputas internas de los discípulos, que distaban mucho de formar un
grupo humano ideal…
También nosotros, discípulos de Jesús en estos tiempos, podemos experimentar tales momentos de
desánimo: el Reino de Dios no sólo no crece, sino que parece estar en retroceso, al menos en los países
de más fuerte tradición cristiana; la secularización ya no aboga sólo por una tolerancia más o menos
indiferente hacia el hecho religioso, sino que empieza a mostrar ciertos signos de abierta hostilidad
hacia la fe, la Iglesia y los creyentes. Y los rebrotes religiosos que se pueden percibir tampoco parecen
jugar a favor de la fe cristiana: más bien son otras religiones, otras formas de espiritualidad las que nos
toman la delantera. La causa del desánimo puede ser también la vida interna de la Iglesia, respecto de
la que no pocos se sienten defraudados por los más variados motivos.
A los discípulos que caminaban con Jesús por los caminos de Galilea, y a los que caminamos hoy por
los caminos de la vida y de la historia, nos cuenta Él hoy estas parábolas, parábolas contra el desánimo.
Con ellas nos está llamando a la confianza en Dios, que es el que ha iniciado la obra buena y que Él
mismo llevará a término. La obra buena es la siembra de la semilla de la Palabra. La aparente falta de
éxito, la exasperante lentitud del proceso, tiene que ver con la lógica del mismo, que encuentra en esta
imagen agrícola su mejor modelo. Sembrar la semilla y esperar sus frutos es un proceso largo,
trabajoso, que requiere mucha paciencia, en el que hay periodos prolongados de aparente esterilidad,
en los que “no pasa nada”, en los que “nada se ve”. Si nos impacientamos, nos da la impresión de que
la Palabra no actúa, no da resultados, ni en nosotros que la escuchamos, ni en la Iglesia que la
proclama, ni en el mundo ante el que tratamos de dar testimonio. El desánimo que nos embarga nos
sugiere, como una tentación, que la Palabra no es ni viva ni eficaz, (cf. Hb 4, 12), que no está cerca de
nosotros (cf. Rm 10, 8), que la fe no sirve para nada. Esta misma tentación nos puede hacer creer que
sería más eficaz un modelo de acción de la Palabra basada no en anacrónicas imágenes agrícolas, sino
en otras más actuales y eficaces, como la del supermercado, en el que compras directamente el
producto empaquetado, listo para el consumo. El problema de esta eficacia es que lo así adquirido
siempre nos será ajeno, un artículo de usar y tirar que no alcanzamos a asimilar, a hacer nuestro. Así
sucede con ciertas formas de espiritualidad más o menos de moda que nos prometen que nos
“sentiremos bien” enseguida, o que tendremos éxito social, y en las que es difícil discernir la verdadera
espiritualidad de la mera higiene mental.
El modelo que nos propone Jesús, es verdad, es largo, lento y trabajoso, pero es así porque crece desde
las raíces y madura desde dentro, hasta dar frutos que son propios, auténticos: es una verdadera
ecología del espíritu. Jesús nos dice que Dios está haciendo su obra y que nosotros tenemos que creer
con una fe que es confianza. Como nos recuerda Pablo, la fe nos guía aunque todavía no vemos
(cuando alcancemos la visión, la fe ya no será necesaria); y aunque podemos sentir esta falta de visión
como un destierro, conscientes de que vivimos en una situación de no total plenitud, no por eso hemos
de perder la confianza, que no es otra cosa que la fe misma dinamizada por la esperanza.
¿Tenemos que entender estas palabras de Pablo, y las parábolas de Jesús, como una llamada a la
pasividad, a no hacer nada, a esperar sentados? Al contrario. Precisamente el que vive en la confianza
no pierde el ánimo y pone manos a la obra; el desanimado es el que baja los brazos. El mismo Pablo
nos recuerda que la confianza de la que habla conlleva una responsabilidad: “todos tendremos que
comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir el premio o el castigo por lo que hayamos hecho en
esta vida”. No es que con nuestras obras podamos “comprar” la salvación, sino que la justificación que
recibimos gratuitamente por la fe, al renovarnos por dentro, nos lleva a actuar de una manera nueva. Y
es que con nuestras obras podemos favorecer o perjudicar el crecimiento de la semilla: podemos,
siguiendo con la imagen agrícola, desbrozar la tierra y eliminar las malas hierbas, podemos regarla y
abonarla, podemos, en síntesis, que nuestra tierra acoja favorablemente la semilla de la palabra; pero
podemos también actuar de tal forma que la ahogue y le impida crecer: por ejemplo, no haciendo nada;
o, todavía peor, sembrando malas semillas. La obra buena iniciada con Dios requiere de nuestra
cooperación, la confianza lleva a una esperanza activa, constante, responsable y también a algunas
renuncias.
Escuchar perseverantemente la Palabra, aunque a veces no la acabemos de entender; asistir con
fidelidad a la reunión eucarística, aunque a veces “no nos diga nada”; mantener vivo el vínculo con
Dios en la oración, pese a los momentos de sequedad…, son formas de vivir la fe con confianza,
esperanza y responsabilidad que siempre acaban dando fruto. Puede ser que esos frutos se nos antojen
casi insignificantes, ante la magnitud de los problemas y los poderes del mundo. Pero esa pequeñez
insignificante es precisamente a lo que se parece el Reino de Dios: como el arbusto de la semilla de
mostaza; no es un árbol (como el árbol grandioso que se describe en la primera lectura, una imagen, tal
vez, de nuestros sueños de grandeza), pero es suficiente para que los pájaros puedan anidar en sus
ramas y encontrar así sombra y cobijo. La fe confiada que actúa es una fe que sí sirve, es decir, que
está al servicio. Así han de ser nuestras obras: no grandiosas en su apariencia, pero sí capaces de
ofrecer humildemente acogida, consuelo, descanso. Estos son ya signos de la presencia entre nosotros
del Reino de Dios, son los frutos de la fe confiada y perseverante, los que podemos ir dando en nuestra
vida, si nos aplicamos con perseverancia a la acogida de la semilla, a la escucha de la Palabra que es el
mismo Jesús. Para ello tenemos que acudir a Él, procurar estar con Él, como aquellos discípulos que le
acompañaban por los caminos de Galilea, a veces con entusiasmo, a veces desanimados, para que,
igual que a ellos, nos lo explique todo en privado y, de esta forma, nos ayude a entender y nos dé
ánimo para seguir caminando.
José María Vegas, cmf