Comentario al evangelio del Jueves 21 de Junio del 2012
Este pasaje del Evangelio nace de una súplica: “Señor, enséñanos a orar”. Y la oración brota, como
una fuente nueva, del corazón sencillo. Su mejor ambiente es el silencio. A un dado momento ya los
ojos se cierran y no para dormir, sino que nuestro ser se sube a un transporte invisible que nos lleva
dentro de casa. Pequeños e indefensos como somos, nuestra casa interior es casi infinita y, desde luego,
eterna e invencible.
Cuanto más nos aficionamos a la oración, más necesidad tenemos de ella. Porque “este viaje” no nos
evade de la realidad, ni nos hace drogadictos de una experiencia alucinante, sino que nos da pautas
para vivir la vida presente con una energía y generosidad que manan de la fuente viva.
La humanidad, desde hace siglos, busca como loca la fuente de la eterna juventud. Y resulta que esta
fuente ha estado siempre en el centro de la propia existencia. Por eso San Juan de la Cruz exclama:
“¡que bien sé yo la fuente que mana y corre!”.
Tú Jesús, nos has dejado la Oración por excelencia. Y parece mentira, pero me ha llevado más de
cuarenta años comprender y experimentar que eres Tú mismo quien pronuncia en mí cada una de las
frases del Padre Nuestro. Mi corazón y mi mente unidos a Ti, elevan al Abbá esta oración que describe
a mi verdadera Familia. Dios es mi Padre, gracias a ti, Jesús. Dios es “nuestro Padre”. Y ese “nuestro”
nos abarca a todos, a los buenos y a los malos hijos suyos.
Santificamos su Nombre con los únicos labios puros que han pronunciado el nombre de Abbá: los
tuyos, Jesús, y los de María, por la Gracia recibida.
Y juntos le pedimos al Padre que venga su Reino. Que no demore más, que venga plenamente y libere
a toda la humanidad y a toda la Naturaleza del pecado que le atosiga la existencia. Porque esa es la
Voluntad de Papá.
Cuando pedimos el pan, me dan ganas de cambiar esta súplica, y decirle al Padre: “quítanos el pan y
dalo a quien no lo tiene”. Pero hay otro Pan, tu propio Cuerpo. Y te suplico: danos de ese Pan, por
favor, cada día.
Llega la súplica del perdón, y me tiemblan las piernas, porque, de hecho, te pedimos que nos concedas
un perdón igual al que nosotros ofrecemos. Y esto es un terrible compromiso. Con todo, el verdadero
perdón es tu Misericordia. Y sólo si experimentamos tu Salvación en nuestra existencia, seremos
capaces de perdonar a los otros, de verdad.
Y “¡líbranos del mal!” o del maligno, que anda suelto y haciendo estragos en muchos jóvenes, y que
incluso se muestra, a veces, como el “simpáticón” del grupo. No permitas que se salga con la suya, con
ninguno de tus hijos e hijas. Y cuando llegue la tentación, que llegará, haz, Jesús, que, como tú, nos
abracemos al Abbá. Y que, hasta en el mayor de los abandonos, el Espíritu nos dé fuerzas para clamar:
“A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”.
María camina y reza siempre con nosotros.
E. A.