Domingo XII Ordinario del ciclo B.
Jesús está en nuestra barca .
Meditación de MC. 4, 35-40.
Estimados hermanos y amigos:
San Marcos escribió su Evangelio para que fuera leído, meditado y vivido por
cristianos que tuvieron que sobrevivir a las persecuciones a que los sometieron los
romanos y judíos. Muchos hermanos de raza de Jesús, tenían que asistir al culto
judío los sábados para evitar la discriminación a que podían someterlos los fariseos,
y celebraban la Eucaristía los domingos. Dado que cuando San Marcos escribió su
Evangelio no había acontecido la segunda venida de Cristo al mundo tal como
muchos cristianos de la primera generación creyeron erróneamente que acontecería
poco tiempo después de que fuera fundada la Iglesia madre de Jerusalén, la
convicción que hacía que los tales se dejaran maltratar y asesinar por sus enemigos
se debilitó en el corazón de muchos de ellos, pues no les bastaba creer que Jesús
había resucitado de entre los muertos, de hecho, querían verlo, para poder creer en
El.
La historia del Judaísmo y el Cristianismo nos demuestra que, en tiempos de
dificultades y persecuciones, la fe de los creyentes es más palpable, que cuando los
tales viven tiempos en que se puede decir que les sonríe la vida. Este hecho que
parece ilógico desde el punto de vista humano, tiene su razón de existir, pues, de la
misma manera que los Profetas del Antiguo Testamento y Jesús sobrevivieron a
muchas dificultades, nuestra vida no tiene por qué ser un paraíso de quietud. Los
cristianos tenemos la misión de dar a conocer a Dios en un mundo que, cuanto más
pasa el tiempo, se esfuerza más para alcanzar placeres, sacrificando en ciertas
ocasiones, la vida de seres inocentes. La vida de los cristianos es una mera ilusión
cuando no denunciamos las injusticias que se llevan a cabo en el mundo, pero se
caracteriza por la incomprensión y las persecuciones, cuando pretendemos que se
haga la voluntad de Dios, en el medio en que vivimos.
El texto evangélico que meditamos en esta ocasión, debe ser interpretado, tanto
desde el punto de vista eclesiológico, como desde la óptica de nuestras vivencias
individuales. Muchos estudiosos no están de acuerdo con la visión católica de que la
Iglesia es la barca de San Pedro que es zarandeada por las olas de la ignorancia de
la Palabra de Dios por parte de la inmensa mayoría de los creyentes y la
incomprensión tanto de crédulos como no creyentes, pero tal visión no contradice el
relato bíblico que meditamos este Domingo XII Ordinario. Como miembros de la
fundación de Cristo, tenemos que ser conscientes de la situación que atraviesa la
Iglesia en este tiempo, y tenemos que plantearnos la posibilidad de servir al Señor
en sus hijos los hombres, para lo cual debemos conocer las carencias de los
mismos, y las posibilidades que tenemos de serles útiles.
Tanto desde el punto de vista institucional como desde nuestra óptica de hijos de
Dios y habitantes del mundo, al abrazar una fe que más que una ideología es una
maravillosa acumulación de vivencias, tenemos que ser conscientes de que
nuestras creencias no siempre son bien aceptadas, y debemos estar dispuestos a
renunciar a ciertas seguridades, tanto para adaptar nuestra vida al cumplimiento de
la voluntad divina, como para servir a Dios, en nuestros prójimos los hombres.
El sufrimiento forma parte de nuestra vida, de hecho, es una vía que tenemos
que recorrer, para alcanzar la santidad. Al leer el Evangelio de San Marcos, nos es
fácil percatarnos de que el Ministerio de Jesús estuvo marcado por la incomprensión
de muchos de sus oyentes, y el rechazo y la persecución por parte de sus
enemigos. Jesús actuó con independencia de las creencias de los fariseos, lo cual
hizo que los tales lo tuvieran por enemigo.
Jesús no solo fue presionado por sus enemigos, de hecho, también sufrió la
incomprensión de parte de sus familiares, los cuales querían aprovecharse de la
influencia que tenían en los clanes unos miembros sobre otros, para someterlo al
cumplimiento de su voluntad. Jesús reaccionó ante la presión de sus familiares
indicándoles a los tales que sus verdaderos familiares no son carnales, sino los que
cumplen la voluntad del Padre cuyo conocimiento posee El, y reaccionó ante la
presión que los fariseos ejercieron sobre El, indicándoles que tenía la misión de
trabajar sobre creencias que resultaban ser novedosas en su tiempo, pues no
convenían a sus persecutores, porque no tenían como objetivo cumplir la voluntad
de Dios, sino aprovecharse de la religiosidad popular, en su beneficio.
En MC. 4, 1-34, podemos leer las parábolas por medio de las cuales Jesús explica
cómo es el crecimiento espiritual de sus buenos seguidores, y cómo pierden la fe
aquellos que, aunque tienen la pretensión de seguirlo, se niegan a adquirir una
buena formación, aman excesivamente los bienes materiales, o se arredran ante las
dificultades, que nunca nos faltan, a quienes queremos que se haga la voluntad de
Dios en el mundo. Con el relato que meditamos en esta ocasión, comienza una
sección del Evangelio de San Marcos en que Jesús hace milagros, y sus discípulos
dan un importante paso en el seguimiento del Mesías y por tanto en su crecimiento
espiritual, que consiste en salir de su círculo vital, para predicarles a los
extranjeros, lo cual no debió ser nada fácil, porque las relaciones entre judíos y
paganos no eran buenas, pues los primeros, por causa de lo que sufrieron en el
pasado y padecían en el presente por causa de sus dominadores, consideraban que
los extranjeros eran perros, y solo creían que se salvarían aquellos, que
consideraran que, la raza de los judíos, era muy superior a las demás, por cuanto
Dios hizo de ellos su pueblo, antes de darse a conocer a los gentiles.
“Aquel día, cuando llegó la noche, les dijo: Pasemos al otro lado” (MC. 4, 35).
La meditación de las parábolas relacionadas con nuestro crecimiento espiritual es
muy productiva, pero, después de ser instruidos en el conocimiento de la Palabra
de Dios, -tal cual leemos en el Evangelio que estamos considerando que les sucedió
a los discípulos de Jesús-, tenemos que disponernos a ser probados, tanto a la hora
de anunciarle al mundo la fe que caracteriza nuestra vida de cristianos
comprometidos con la plena instauración del Reino de Dios en el mundo, como a la
hora de afrontar y confrontar, las dificultades que caracterizan nuestra vida.
Jesús les sugirió a sus amigos que lo acompañaran al otro lado del lago, lo cual
no era agradable para ellos, porque tenían que encontrarse con los gentiles, cosa
que era conflictiva para ellos, pero, por medio del episodio de la curación del
endemoniado de Gerasa (MC. 5, 1-20), -un relato que en parte describe un nuevo
fracaso de Jesús, por cuanto los gadarenos no quisieron creer en El, a la vista de la
pérdida de sus cerdos, ante la cual no repararon en la recuperación de la salud del
citado poseso, y en parte contiene un gran éxito del Señor, por cuanto el recién
curado se convirtió en predicador del Evangelio, lo cual, aunque parece increíble,
logró conversiones entre los gerasenos-, San Marcos les demostró a los lectores de
su obra, que el Evangelio anunciado por Jesús, no solo concernía a los judíos, sino a
toda la humanidad.
El versículo del Evangelio que estamos considerando, también tiene una
aplicación para nuestra vida de cristianos. Quizás celebramos la Eucaristía todos los
Domingos, e incluso también meditamos la Palabra de Dios en algunas ocasiones.
Jesús nos dice que podemos conocer al Dios Uno y Trino mejor de lo que lo
conocemos, y que podemos servirlo con más fe y amor en nuestros prójimos los
hombres. Jesús está en la barca de la Iglesia y en nuestra vida, nos sugiere lo que
podemos hacer para que encontremos la plenitud de la felicidad, y nos da libertad
para que aceptemos sus consejos o los rechacemos.
Pasemos con Jesús al otro lado del lago de Tiberiades. Olvidémonos de lo que los
psicólogos llaman nuestra zona de comodidad, desprendámonos de nuestras
seguridades meramente humanas, aventurémonos a conocer gente distinta a la que
conocemos y costumbres vitales diferentes a las nuestras, y hagamos nuestro
mayor esfuerzo, para que toda la humanidad sea evangelizada.
Jesús está con nosotros en la barca, y, aunque nos socorre cuando enfrentamos
tempestades, nos da libertad para que rememos en la dirección que deseemos
hacerlo. Rememos en dirección a un mundo en que no existan el odio, las carencias
espirituales y materiales, ni la pobreza. Rememos hacia el mundo de las utopías,
aunque no se nos comprenda en este mundo obsesionado con la búsqueda de
seguridades carentes de trascendencia.
“Y despidiendo a la multitud, le tomaron como estaba, en la barca; y había
también con él otras barcas” (MC. 4, 36).
Los discípulos tomaron a Jesús,y se lo llevaron consigo. Jesús no les dio la orden
de partir, pero ellos despidieron a la multitud, e hicieron el intento de quedarse
solos con el Mesías en el lago, aunque eran seguidos por otras barcas. Es de
suponer que ellos no querían que los paganos fuesen evangelizados siguiendo el
estilo de Jesús, quien no quería que los judíos fuesen considerados como una raza
privilegiada por Dios, pues tal pensamiento solo podría entorpecer la aceptación de
su doctrina, porque, para el Hijo de María, todos somos iguales, porque somos hijos
de Dios.
¿Nos adaptamos al cumplimiento de la voluntad de Jesús, o queremos obligar al
Señor a que cumpla nuestros deseos?
Quizás somos como los samaritanos que, aunque en cierta ocasión se mostraron
deseosos de ser hospitalarios con Jesús y sus compañeros, cambiaron bruscamente
de opinión, cuando supieron que el Señor iba a Jerusalén. No pretendamos creer en
Jesús mientras nos convenga intentar que el Señor nos favorezca, pues nadie
puede concedernos la plenitud de la felicidad, tal como puede hacerlo Nuestro
Salvador.
No rechacemos a los cristianos que no comparten nuestras creencias. Nuestra
misión consiste en predicar la Palabra de Dios y en hacer el bien. Dejemos que
Nuestro Santo Padre devuelva a su redil a las ovejas que se descarriaron por
diversas causas. Recordemos que, tal como ocurre en la parábola de la oveja
perdida, el Señor nos deja, no en cualquier lugar, sino donde estamos seguros, -en
el seno de la Iglesia-, y se dedica a buscar a nuestros hermanos separados, para
volver a unirlos a nosotros.
“Pero se levantó una gran tempestad de viento, y echaba las olas en la barca, de
tal manera que ya se anegaba” (MC. 4, 37).
Todos, a lo largo de nuestra vida, experimentamos la fuerza de las tempestades,
golpeándonos, con intensidad variable, pues no todas son iguales. Hay dificultades
que nos afectan hasta el punto de que llegamos a tener la triste impresión de que
no vamos a poder superarlas. Gracias a la confianza que depositan en mí muchos
de los lectores de las meditaciones semanales de Padre nuestro, estoy conociendo
casos de matrimonios que optan por separarse, porque, al perder el trabajo en este
tiempo de crisis, pierden todos sus bienes, lo cual hace que sus relaciones sean
insoportables, pero ello no les sucede por causa de su inminente pobreza, sino
porque el amor que sienten unos por otros, no es un lazo indestructible que los
une. Si no conocemos a Dios, e ignoramos que la vida cristiana puede llegar a ser
como una carrera de obstáculos los cuales son los sufrimientos que debemos
superar para ser santificados, podemos pasarlo realmente mal, cuando nos
sintamos azotados por los temporales a que tengamos que enfrentarnos.
Los discípulos de Jesús sintieron miedo al ver cómo las olas amenazaban con
hundir su barca en medio del lago durante aquella larga noche. San Marcos no nos
dice nada de las demás barcas, porque no pretende ofrecernos un relato exaustivo
de lo que sucedió, sino demostrarnos que, si Jesús capitanea la barca de nuestra
vida, alcanzaremos la plenitud de la felicidad.
“Y él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal; y le despertaron, y le
dijeron: Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (MC. 4, 38).
Dado que los discípulos querían hacer que Jesús no evangelizara a los gentiles, o,
en el caso de que lo hiciera, hacer que los tales se sintieran inferiores a los judíos,
para poder tener la esperanza de alcanzar la salvación, muchos consideran que el
Señor no se quedó dormido en la barca, sino que fingió que lo venció el sueño, para
demostrarles a sus amigos que ni ellos ni nosotros podemos llevar a cabo la obra
de la evangelización, si Nuestro Redentor no está con nosotros. El hecho de
despertar a Jesús, significa que los discípulos se daban por vencidos, y permitían
que el Señor evangelizara a los paganos, como mejor considerara que debiera
hacerlo.
Aunque no comprendamos la forma de actuar que tiene Dios, no nos opongamos
a la realización de su designio salvador sobre nosotros.
De la misma forma que Jesús fue interrogado por sus discípulos, nosotros
hacemos lo propio, cuando el sufrimiento nos afecta. Jesús no se ofende cuando lo
interrogamos, sino que se aprovecha de ello para enseñarnos la utilidad de las
circunstancias que nos acaecen y que no son adversas, porque sirven para que
seamos purificados y santificados. Si no estamos dispuestos a ser criticados por
nuestros amigos, ello significa que no les amamos, pues ello debe ser aprovechado,
para hacer que los tales conozcan nuestras buenas intenciones sobre quienes
amamos.
Mientras le decimos a Dios: “Nos has abandonado”, El nos dice: “Nunca dejé de
estar con vosotros, aunque nunca logré que me viérais”. No nos esforzamos por
conocer a Dios, pero, cuando sufrimos, queremos que se nos dé a conocer, lo cual
no es fácil, porque El actúa de una forma diferente a nuestra manera de proceder,
y, como cuando sufrimos nos cuesta a veces tener la mente abierta, ello dificulta
nuestra comprensión de los misterios divinos.
“Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el
viento, y se hizo grande bonanza. Y les dijo: ¿Por qué estáis así amedrentados?
¿Cómo no tenéis fe? Entonces temieron con gran temor, y se decían el uno al otro:
¿Quién es éste, que aun el viento y el mar le obedecen?” (MC. 4, 39-41).
Jesús vence nuestras dificultades, nos pregunta por qué nos sentimos
abandonados por Dios, y por qué no tenemos fe, a pesar de que nos ha auxiliado
tantas veces, y nosotros, le preguntamos: ¿Cómo tienes tanto poder?
¿Por qué no nos arriesgamos a tener fe en Dios?
¿Por qué no comprendemos que Dios tiene una forma de actuar diferente a
nuestra manera de proceder?
José Portillo Pérez