D OMINGO XXVI, CICLO “B”
+ Mirando todas las cosas que existen, vemos que hay muchas cosas preciosas, cosas
de mucho valor. Pero... ¿Qué es lo más valioso del mundo?
El Evangelio de hoy nos enseña que hay algo que está por encima de todo precio, y es
el pertenecer a Cristo . Desde el día que fuimos bautizados recibimos una nueva Vida que
Dios nos regaló por el gran amor que nos tiene: comenzamos a ser hijos de Dios, y esto es
lo más valioso que podemos tener. Pero esta vida divina tiene que ir creciendo en nosotros
cada día; cada día podemos (y debemos) crecer en esa pertenencia al Señor por la Fe, la
Esperanza y el Amor.
+ En el Evangelio de hoy, el Apóstol Juan ha encontrado a un cristiano que no
pertenece al grupo de los Apóstoles. Pero cree en Jesús, invoca su Nombre, y hace
milagros luchando contra el diablo.
Juan se lo prohibe.
Pero la actitud de Jesús es distinta... Y le hace ver a Juan que quien hace semejantes
cosas, es en verdad un seguidor de Cristo, un cristiano.
También hoy los cristianos corremos el riesgo de que nuestra CATOLICIDAD
(universalidad de destinatarios y plenitud de medios en relación a la salvación) se
convierta en un concepto abstracto; hacemos esto cuando dejamos de mirar los horizontes
inmensos del mundo al cual nosotros debemos aportar humildemente nuestro esfuerzo
evangelizador y comenzamos a encerrarnos en pequeños grupos dentro o fuera de la
Iglesia a los cuales atribuimos de un modo exclusivo el monopolio de la salvación.
El grupo, la institución, la porción de la Iglesia donde nos movemos otorgan una
relativa tranquilidad, un relativo bienestar espiritual y afianzan nuestro sentido de
pertenencia a la Iglesia.
Pero al mismo tiempo corren el riesgo de opacar, o de desplazar totalmente el sentido
de la Iglesia Universal. El Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia, produce su actividad
multiforme de maneras distintas, y fructifica de modo insospechado allí donde la razón
humana sería incapaz de descubrir la acción misteriosa del Dios escondido.
Por eso, cuando nos dejamos mover por el Espíritu de Cristo, podemos comprender
fácilmente cómo Él sustenta actividades tan variadas dentro de la Iglesia, y cómo todas
ellas manifiestan esa vida divina que habita en nosotros.
Hay quienes se dedican más al trabajo pastoral, y quienes se dedican al estudio;
algunos cuidan del culto litúrgico, otros trabajan en lo social; unos se esfuerzan por la
expansión de la obra misionera, y otros consagran toda su vida a rezar por la Iglesia y por
el mundo; hay quienes cuidan a los enfermos o a los niños desamparados, y quienes
enseñan a los que no saben...
Nadie debe caer en la tentación de pensar que lo que hace es lo único valioso, y
todo lo demás es despreciable, porque corre el riesgo de despreciar la obra misma de
Dios en su variada riqueza.
Cada cristiano, por ser hijo, es infinitamente valioso a los ojos del Padre; aunque la
pequeñez y la humildad de nuestra condición humana puedan hacer pensar lo contrario.
Por eso Jesús se refiere a los discípulos como los “pequeños que creen en mí”, o “los
pequeños, mis hermanos”. Porque los criterios de Dios son distintos de los del mundo:
cuanto más pequeño es un hombre, más importancia tiene: el hombre empequeñece no
para perder su dignidad, sino para adquirir la importancia que proviene del mismo Cristo.
Las obras buenas que se hacen a los cristianos tienen un reconocimiento muy grande:
porque se consideran como hechas al mismo Cristo. Y del mismo modo las obras malas
hechas a ellos, merecen un grave castigo... Porque el Señor en persona asume la defensa
de sus elegidos; de los que por ser cristianos en serio renuncian a la violencia para
defenderse o atacar.
Las palabras de Jesús son una severa advertencia contra los que quieran aprovecharse
de la mansedumbre, la honestidad o la buena fe de sus discípulos, para hacerles mal... Si el
Señor dice que morir ahogado con una piedra atada al cuello es mejor que escandalizar o
despreciar a uno de los pequeños, es justamente porque el castigo contra quienes se
aprovechen de sus discípulos será terrible; y lo será porque Dios defiende a sus elegidos,
cuya vida es infinitamente valiosa a sus ojos.
Si tan valiosa es la vida divina que los cristianos tenemos, no debe ser menor nuestro
esfuerzo por conservarla. Y por eso Jesús utiliza una comparación muy fuerte: tenemos
que estar dispuestos a cortar definitivamente con lo que nos separa de la amistad con
Dios y nos hunde en el mal . Aunque se tratase de “una mano, un pie o un ojo”...
¿Qué quiere decir el Señor con esta expresión, que puede sonar a fanatismo
extremista? En realidad, se trata de una afirmación fuerte para indicar lo que decimos
siempre que profesamos nuestra fe y confianza absolutas en el Señor, y nos decidimos a
amarlo sobre todas las cosas: todo lo demás, por valioso que sea o pueda parecer (mano,
ojo, pie) queda necesariamente subordinado al Único Absoluto. Esta afirmación, bien
entendida, lejos de provocar desazón e inquietud, es causa de gran paz interior: frente a un
mundo que absolutiza tantas cosas, sin las cuales declara la imposibilidad de la felicidad y
la realización personal (fama, riqueza, poder, placer, lujo, etc.) se nos recuerda hoy que
fuera de ese Amor que nos salva, nos redime, nos rescata, nos ama incondicionalmente y
nos invita a una grandeza eterna, todo es relativo... muy relativo... “absolutamente
relativo”.
“De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero?...”
Es importante aquí recordar que tantos sufrimientos provienen precisamente por
relativizar al Absoluto, y absolutizar lo relativo...]
Pensemos un momento en los mártires: prefirieron la muerte antes que perder la
amistad, la gracia, la intimidad con Dios. Para ellos no era una cuestión de fanatismo o
exageraciones, sino de amor, fidelidad y lealtad.
Perder el ojo, la mano o el pie” implica aprender a no transigir, a ser fuertes y
preferir “quebrarse”, si es necesario, pero jamás doblarse , torcerse, llamar bueno a lo
malo y viceversa. En nuestros días no son pocas las tentaciones de “maquillar” el
Evangelio, reinterpretarlo de modo “piola”, adecuarlo a nuestra sensibilidad, matizarlo,
“contemporizar”, “adaptar”... para terminar llamando “voluntad de Dios” a nuestros
caprichos personales, nuestros gustos y teorías, y lo peor de todo: querer determinar
nosotros lo que está bien y lo que está mal (que fue el pecado de Adán y Eva...)
+ O se es cristiano o no se lo es...
Y si lo somos, debemos custodiar celosamente esta excelsa condición de
hijos de Dios, hermanos de Cristo, templos del Espíritu Santo, y por ende:
alegrarnos con los otros cristianos
cuidarlos de los malos ejemplos (que podrían inducirlos al mal, al pecado)
no descuidar la vida de la gracia (confesión, comunión, oración, apostolado, etc.).
“Rescatados no con oro y plata, sino con la Sangre Preciosa de Cristo”, nos
recuerda el primer Papa. De modo que todo el oro y la plata del mundo no alcanzarían para
pagar el precio de un cristiano, lo que vale, lo que ha costado...
María Santísima, Madre de la divina gracias, nos ilumine y bendiga. Amén!!
Padre Dr. Juan Pablo Esquivel