Comentario al evangelio del Domingo 01 de Julio del 2012
No está muerta, está dormida
He aquí una situación típica en la que
cualquiera de nosotros podría reconocerse con facilidad: un familiar cercano enfermo y en grave
peligro de muerte, y encima joven, un niño o una niña, con toda esa vida que debería tener por delante,
amenazada de un prematuro final. La impotencia ante la muerte es una situación típica para acudir a
Dios, pedirle la curación; y, en un caso como el del evangelio, casi exigírsela; porque, si para nosotros,
los seres humanos, la muerte es siempre percibida como una injusticia que no debería suceder, tanto
más si se trata de alguien que apenas ha podido estrenar su propia vida.
En el texto de Marcos que hemos escuchado Jesús acoge y responde a la angustiada petición de Jairo,
el hombre importante que, ante la enfermedad de su hija, nada puede hacer, más que suplicar. Sin
embargo, este fragmento parece que está más hecho para suscitar interrogantes que para suspirar
aliviados por su final feliz. En primer lugar, Jesús responde, pero no inmediatamente. Entre la petición
de Jairo y la llegada a la casa se interpone el encuentro con la mujer hemorroísa (cf. Mc 5, 25-34), que
le hace “perder un tiempo precioso” en un asunto que, al fin y al cabo, no parecía tan urgente, hasta el
punto de que, entretanto, la niña enferma muere. Algo que también descubrimos, y muy enfáticamente,
en el caso de la muerte de su amigo Lázaro (cf. Jn 11, 6) ¿No podía haber acudido Jesús
inmediatamente y ahorrar así, en los dos casos, el amargo trance de la muerte? Pero no es este el único
interrogante. Si Jesús tiene la capacidad de apiadarse y de salvarnos de la enfermedad y la muerte, ¿por
qué lo hace sólo en unos pocos casos, mientras que parece ignorar olímpicamente muchísimos otros?
En tiempos de Jesús las gentes enfermaban y morían, como sucedía antes y ha sucedido después, y no
parece que la actividad principal de Jesús haya sido dedicarse a salvar de los lazos de la muerte. Es
muy posible que todos nosotros hayamos rezado en alguna ocasión con angustia, pidiendo por la vida
de un ser querido o cercano, sin que, aparentemente, hayamos obtenido respuesta. La oración de
petición por la vida amenazada de nuestros seres queridos es su forma más dramática, precisamente
porque percibimos la muerte como el “mal irremediable”. Por fin, un último interrogante que suscita
este milagro de Jesús es el de su carácter provisional: la hija de Jairo, igual que el hijo de la viuda de
Naín (cf. Lc 7, 11-17) y su amigo Lázaro no fueron, estrictamente hablando, “resucitados”, sino
vueltos a esta vida mortal, por lo que después de un tiempo, volvieron a morir.
Si queremos entender el sentido de este milagro de Jesús, tenemos que tratar de descubrir su
significado profundo, el que trasciende el favor personal que recibió Jairo, su hija y su familia, y que
adquiere significado para todos nosotros, para nuestra comprensión en fe de la persona de Jesucristo y
del modo de actuar de Dios en nuestro favor. Porque los milagros de Jesús hay que entenderlos, no,
sobre todo, como favores personales que hace a unos, mientras se los deniega a otros (¿por qué a él sí y
a mí no?, cabría siempre protestar), sino como signos salvíficos que nos ayudan a comprender quién es
Jesús como Mesías y Salvador de todos. Si en el texto inmediatamente anterior, al calmar la tempestad,
Jesús se ha mostrado como Señor sobre las fuerzas de la naturaleza (cf. Mc 4, 35-40); y en el del
encuentro con la hemorroísa, muestra su poder sobre la enfermedad, ahora se manifiesta como Señor
de la vida y de la muerte, que tiene poder precisamente sobre lo que para nosotros se presenta, hemos
dicho, con el cariz de lo irremediable.
Jesús manifiesta este poder en el caso de la hija de Jairo, que acaba de morir; en el del hijo de la viuda
de Naín, que ya se dirige la tumba; y en de su amigo Lázaro, del que, tras varios días en el sepulcro, la
muerte ya se ha enseñoreado, pues “ya huele”. Jesús se muestra en todos estos casos como el Dios
amigo y creador de la vida, que ni ha hecho la muerte, ni goza destruyendo a los vivientes, como
hermosamente nos recuerda el libro de la Sabiduría.
Ahora bien, si, por un lado, creemos y sentimos que hemos sido creados para la vida y no para la
muerte, y que la muerte es fruto del mal y del pecado, una especie de “no deber ser” contra el que nos
rebelamos y protestamos con razón; no podemos evitar, por otro lado, la sensación de que la muerte es
una parte natural de la vida, de que es, como solemos decir, “ley de vida”. Nos sentimos hechos para la
vida, nos las ingeniamos de mil modos para vencerle la partida a la muerte, siquiera temporalmente,
prolongando el tiempo de nuestra existencia, o procurando dejar de nosotros alguna “memoria” en
forma de obras o descendencia… Pero, al mismo tiempo, comprendemos que una vida sin fin en las
condiciones de este mundo en el que vivimos sería una carga insoportable, difícil de aceptar, además
de que haría inviable la supervivencia de todos sobre la tierra. Por eso, a veces percibimos la muerte
como una liberación y un alivio de las penas de este mundo: una forma de “descansar en paz”.
En este relato de la vuelta a la vida de la hija de Jairo (y en los otros que hemos señalado) debemos
entender la acción de Jesús como un anticipo de su propia muerte y resurrección. Al haber asumido la
vida humana, su condición carnal, vulnerable y limitada, Jesús ha asumido su mortalidad. La asume en
su condición natural (biológica, inevitable); pero también en lo que tiene de consecuencia del pecado:
su carácter injusto, como fruto de la violencia, la mentira, los intereses bastardos, dispuestos a pasar
incluso por encima de la vida inocente. En el primer sentido, Jesús ni se ahorra a sí mismo, ni nos
ahorra a nosotros el tránsito necesario de la muerte. Ya vimos que, incluso a los que Jesús devolvió a la
vida, tuvieron que volver a pasar por ella. Pero es en el segundo sentido: la muerte como negación
radical de la vida, del Dios creador de la misma, del bien y la posibilidad de una vida plena (la “vida
eterna”), es en este segundo sentido en el que Jesús actúa a favor de todos. Por su muerte y
resurrección le ha arrebatado a esa muerte, que entró en el mundo por la envidia del diablo, su poder
sobre nosotros. Es aquí donde hemos de escuchar las palabras de Jesús en todo su significado: “no está
muerta, está dormida”. La muerte no es para el cristiano una destrucción, ni una disolución en la nada,
sino un tránsito, una dormición: cerrar los ojos a este mundo para pasar por el fuego y el crisol de
Cristo, en el que se consume todo lo inauténtico y efímero (la paja), y queda lo verdadero, auténtico y
permanente (el oro) (cf. 1 Cor 3, 12-15). Nuestros seres queridos, los que murieron antes de tiempo y
los que vivieron una larga vida, todos los que han muerto, no están muertos para Dios, sólo están
dormidos. A algunos esto les da risa, como expresión de una ingenua esperanza. Pero la fe en Cristo
significa la fe en un Dios que ama la vida, que no ha hecho la muerte (más que, en todo caso, como
final biológico en esta vida y como tránsito a la vida plena), porque en este vida hay dimensiones que
traspasan las condiciones efímeras del espacio y el tiempo: la justicia es inmortal, nos recuerda la
primera lectura, y también lo son la verdad, la honestidad, la generosidad, el amor…
La vida eterna no es una mera vida sin fin, sino una vida plena, liberada de la amenaza del mal y de la
muerte, una vida en comunión con Dios en Cristo (cf. Jn 17, 3). Y, puesto que Cristo se ha hecho
hombre y vive con nosotros, podemos empezar ya en este mundo caduco a gozar de la vida eterna: una
vida como la de Cristo basada en el amor, abierta a todos, a favor de todos, en la que, como el Dios
Creador, no destruimos, ni gozamos destruyendo, sino que estamos al servicio de la vida, de la justicia,
viviendo con la generosidad a la que nos exhorta hoy Pablo.
Ante la muerte humana, ante nuestros muertos, ante nuestra propia muerte Jesús afirma: no están
muertos, están dormidos. Y luego añade “contigo hablo, levántate”; o, con otras palabras:
“Despiértate, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo será tu luz” (Ef 5, 14). Así es si
participamos ya, por la Palabra y los Sacramentos, en la muerte y resurrección de Jesucristo, si
tratamos de seguirlo en esta vida, si procuramos vivir como Él nos ha enseñando. Está claro que para
que la muerte sea sólo eso, una dormición que nos abre a la vida plena, en esta vida caduca tenemos
que vivir en vela, tenemos que estar despiertos.
José María Vegas, cmf