XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B
CONOCER PARA CREER
Padre Pedrojosé Ynaraja
Más que aprender, mis queridos jóvenes lectores, las lecturas de hoy nos dejan
perplejos y con deseos de preguntar, sin saber a quien, o, más exactamente,
sabiendo que no se puede interrogar a unos testigos que desaparecieron de la
historia hace 20 siglos. Pensamos que si a nosotros se nos hubiera encargado la
redacción de estos textos, lo hubiéramos dejado todo claro e inteligible. Os debo
recordar lo que en otras cosas os he dicho: una de las características del hombre es
aceptar el misterio y aceptar es poner nuestra confianza, más que en
demostraciones y saberes, en la propia experiencia. Os confío con sinceridad: más
que creer en Dios por demostraciones, sé que existe porque me siento
inmensamente amado por Él. Dejo las divagaciones.
En el fragmento que se nos proclama este domingo, correspondiente a la segunda
lectura, San Pablo habla a los cristianos de Corinto de una de las cuestiones que a
casi todos nos son comunes. ¿Por qué sufrimos enfermedades? ¿Por qué con
frecuencia, pensamos que son tan inoportunas? Lo primero que se nos ocurre es
qué es lo que le debía pasar al Apóstol, qué dolor debía sentir, que se atreva a
llamarlo espina clavada en su carne, que se la ha enviado un emisario de satanás.
No debéis ignorar que es palabra revelada y que la gente bien pensante, juzgará
inoportuno que se nos confíe una tal pequeñez, las molestias corporales que
aquejan al Apóstol, son cosa suya y no hace falta que las cuente, dirían. Que vaya
al grano y omita del texto sagrado estas menudencias, piensan seguramente. A
estas personas que a veces se quejan de que señale yo a individuos concretos o
detalles de su vida que son públicos, les contesto que la pregunta se la deben hacer
a Dios, que es el que ha tenido la iniciativa y se ha confiado a los autores. Se ha
divagado bastante sobre el significado de esta contrariedad que padecía. Tal vez
fueron dolores de cabeza, que periódicamente sufren, junto a la fiebre, los
afectados de la malaria, dicen unos. Otros piensan que son las opresoras angustias,
depresiones y ansiedades, que proporcionan los fracasos de los que se lanzan sin
precaución alguna, a una empresa superior a sus posibilidades. Pienso yo en
posibles distonías neurovegetativas, consecuencia de su agitada vida.
Hasta no hace mucho resultaba oportuno suponer una úlcera gastroduodenal, ya
que con frecuencia sus tormentos se presentan en primavera y otoño, y de aquí
que Pablo pudiera recordar haber pedido ayuda al Señor en tres ocasiones. Así que
su origen se podía sospechar que fuera un trastorno nervioso, fruto de sus
ansiedades evangélicas. Quedaba bien la hipótesis, pero el descubrimiento del
maligno “helicobacter pylori” que dicen los médicos es el causante de esta
enfermedad, obliga a desechar la idea ¡tan bien que quedaba! Pero, como he oído a
médicos que continúan creyendo que el síndrome puede ser de origen sicosomático,
no dejo de contarlo.
Sin diagnóstico preciso en el caso del Apóstol de los gentiles, dictaminado el
sufrimiento, cuando le ocurría al buenazo de Juan XXIII y a Juan-Pablo II, el
grande, continúa preocupándonos la cuestión ¿no sería mejor que a quienes se
dedican a labores tan dignas, Dios les evitara estas molestias? Topamos con el
misterio del dolor, la única explicación que se nos da, a él y a nosotros, es que nos
basta con su Gracia. Y de paso, pone a raya nuestra tendencia a presumir y a
satisfacer nuestra vanidad.
La pregunta que os haréis también, mis queridos jóvenes lectores, es quienes son
estos hermanos del Señor, que se mencionan en el texto evangélico, ya que
afirmamos la perpetua virginidad de Santa María. En primer lugar hay que advertir
que si a los primeros lectores este asunto les hubiera supuesto un problema, nos
hubieran llegado los interrogantes que se les suscitaban. Si los primeros
destinatarios lo leyeron sin rechistar, no seamos nosotros los que queramos
enredar la cuestión.
Al asunto, tradicionalmente, se le dan dos posibles respuestas. En primer lugar de
tipo lingüístico. La palabra hermano, se le da en otros lugares a personas que no lo
son, según nuestra manera de expresarnos (el ejemplo más clásico es la respuesta
de Abraham a su sobrino Lot: que no haya disputas entre nosotros, que somos
hermanos, por causa de los pastos del ganado). La segunda hipótesis es que José,
el esposo de la Virgen, cuando se casó, era viudo con hijos de su anterior
matrimonio. Pero el texto evangélico no se nos propone para que nos
entretengamos en solucionar intríngulis. El meollo de la cuestión es la credibilidad
que Jesús merece. La gente que le escucha advierte que su modo de expresarse no
es como el de los doctores, imagino que hoy dirían que sus sermones no tienen
nada en común con los mítines y arengas preelectorales de los políticos. Tampoco
se parecen a oradores vanidosos y bien retribuidos, que hacen gala de su erudición
con continuas citas de autores de prestigio. Jesús no era ignorante, pero no se
vanagloria de ser erudito. Habla convencido y seguro, cosa que causa admiración.
Es esta la primera sensación, pero luego cambian de opinión sus convecinos. No se
había doctorado, dirían ahora, ni en su despacho cuelgan títulos y diplomas.
Generalmente la gente ignorante, que no lo sabe que lo es, cree más al que es de
fuera, que puede más fácilmente engañarle, que a aquel que su trayectoria
personal no implica duda de honradez, ya que lo conoce de toda la vida, o cree
conocerlo. Piensa mal y no errarás, dice el proverbio. Y para muchos, este dicho, es
dogma de fe.
Lamentando su actitud, el Maestro se aleja de allí, limitándose a algunos milagros.
¿Se aleja también de nosotros, porque nos fiamos más de criterios burgueses, de
costumbres que nos favorecen, de honores conquistados, o de records o trofeos
conseguidos, que de Él?