Comentario al evangelio del Domingo 08 de Julio del 2012
¿Es posible ser profeta en la propia tierra?
La vocación profética es una forma peculiar de
vocación religiosa. En el antiguo Israel existían tres formas principales de “unción” (el ungido es,
precisamente, el “Cristo”, el que representa a Dios): el sacerdote, el rey y el profeta. Pero el profeta, a
diferencia del sacerdote y el rey, ejerce un ministerio no institucional, es decir, carente del soporte de
una institución (el templo, el poder político) que confiere a ese ministerio autoridad, poder y
protección. Y, aunque existieron también profetas de corte, profetas “áulicos”, los verdaderos profetas
de Israel fueron, por lo general, gentes desligadas de esas instituciones sagradas.
El profeta es, pues, uno que, suscitado por Dios, carece, sin embargo, de signos externos de la elección.
El signo de la misma es sólo la fuerza de la Palabra que transmite. Es, por tanto, una Palabra desnuda,
directa, libre, pero también sometida a riesgo, precisamente por la falta de apoyo institucional. El
profeta es “uno cualquiera”, uno del pueblo, por medio del cual Dios habla con entera libertad. Se
expresa así, al mismo tiempo, la cercanía de Dios y su independencia de las posibles domesticaciones
intentadas por el poder político o religioso. Es decir, Dios puede hablar por medio de uno cualquiera, y
cualquiera puede hacerse disponible para hacerse portavoz de lo que Dios nos quiere decir. No hace
falta, necesariamente, que ese “cualquiera” sea depositario de revelaciones o visiones extraordinarias.
Basta que esté a la escucha y transmita con sus obras y sus palabras lo que en esa escucha ha
descubierto.
La cercanía tiene la ventaja de la inmediatez. En cierto sentido, la autoridad del sacerdocio
institucional y, con mayor motivo, del poder político, están muy mediatizados, y el mismo carácter
institucional, que protege y da autoridad, encorseta y pone sordina a la palabra así transmitida. Los que
ocupan esos puestos dicen “lo que tienen que decir”, lo que se espera de ellos. E, incluso si transmiten
la Palabra auténtica de Dios (la verdad, la justicia, etc.), siempre es posible reaccionar a esa palabra
protegiéndonos de ella, con un deje de escepticismo: “¡Claro! ¿Qué vas a decir tú, si eres cura?”
En el caso del profeta se dan una libertad e inmediatez que comportan, sin embargo, otros riesgos.
¿Cómo aceptar como palabra “de Dios” lo que nos dice uno “cualquiera”, uno “como nosotros”? Esto
es, ¿cómo aceptar una autoridad divina de parte de alguien carente de la autoridad del poder? A este
siempre podremos decirle, “pero, ¿quién te has creído que eres?” A éste lo conocemos, sabemos quién
es, quiénes son sus padres, sus hermanos, conocemos también sus defectos y debilidades, sus
“aguijones”, como en el caso de Pablo. Es otra forma de protegerse de la peligrosa Palabra de Dios que
con su luz pone al descubierto nuestras sombras, aunque lo que pretenda esa misma Palabra no sea
“pillarnos”, sino iluminarnos y sanarnos, darnos la posibilidad de vivir de otra manera, mejor, con una
plenitud que el pecado nos arrebata.
Jesús ha elegido una forma de presencia que cuadra sobre todo con la existencia profética. Decimos de
Él que es Sacerdote según el rito de Melquisedec y que es Rey del Universo. Pero su existencia terrena
se pareció muy poco al sacerdocio ministerial (en realidad, ejerció su sacerdocio en la Cruz, en la que
fue al tiempo sacerdote, víctima y altar); y menos aún a la realeza según los parámetros de nuestro
mundo: no en vano le dijo a Pilato que su reino no era de este mundo.
Jesús, más bien, eligió hacerse como “uno cualquiera” (cf. Flp 2, 8), sin ningún tipo de protección
institucional, sin poder externo alguno, más que el que brotaba de su propia autoridad personal y de la
fuerza de su Palabra. Por eso, no fueron pocos los que lo reconocieron como Profeta (Mc 1, 27; Jn 4, 9;
9, 17). Pero también, por eso mismo, fueron también no pocos los que lo rechazaron, y, especialmente,
como vemos hoy, los suyos, los de su pueblo, que no lo reconocieron como Mesías, precisamente
porque creían conocerlo demasiado bien, hasta el punto de que, si nos atenemos a las palabras del
mismo Jesús, respondieron a su predicación y sus milagros, no sólo con incredulidad, sino también con
desprecio.
Jesús, hecho por su encarnación “uno cualquiera”, pero también, por eso, alguien cercano, “uno de los
nuestros”, sigue hablando y actuando por medio de gentes normales. Pueden ser esas madres creyentes
que les recuerdan a sus hijos los principios elementales del bien y sus deberes para con Dios; puede ser
un amigo que con sus actitudes nos recuerda que no todo está en venta, que no es obligatorio adaptarse
a lo que “todo el mundo hace”; puede ser un hermano o hermana de comunidad que de palabra o de
obra nos avisa de que nuestro comportamiento se aleja del ideal que nosotros mismos afirmamos
profesar… Todos aquellos que se toman en serio la Palabra de Dios, la escuchan y tratan de ponerla en
práctica se hacen profetas de Jesucristo. Al hacerlo, claro, asumen el riesgo del rechazo, del desprecio,
de la exclusión. Porque esta Palabra es una Palabra salvadora, pero también incómoda. Y podemos
tratar de protegernos de ella rechazando a esos profetas, “gentes cualquiera” a los que creemos conocer
muy bien (quienes son, de dónde vienen, cuáles son sus defectos, sus aguijones), y a los que no les
consentimos que nos “sermoneen”, ni traten de enseñarnos nada. El problema es que, al hacer esto,
podemos estar rechazando a Cristo, que profetiza por ellos, impidiendo que esa Palabra vivida y
operante nos ilumine, nos toque e, imponiéndonos las manos, nos cure y haga entre nosotros milagros.
Es importante estar abierto al bien, sin etiquetas, incluso si viene del más cercano; este es un elemento
esencial de la verdadera fe. Y, si nos abrimos de esta manera, nos iremos convirtiendo nosotros
mismos en profetas, gentes libres, tocadas por la Palabra de Dios, que la transmiten, pese a las
debilidades y defectos, con su forma de vida y también con sus palabras. Pero tenemos que tener claro
el precio que podemos tener que pagar por esa profecía de la vida cotidiana. Podemos atraernos el
rechazo o el desprecio de los demás, a veces de los más cercanos. No por ello hemos de desalentarnos.
Aunque esta Palabra (que no es nuestra, sino que nos la ha dirigido Dios) parezca no ser acogida ni
escuchada, es importante que suene. Siendo una Palabra viva y eficaz, más aguda que espada de doble
filo (cf. Hb 4, 12), es una palabra “que sale de mi boca y no vuelve a mí vacía, sin haber hecho lo que
yo quería y haber llevado a cabo su misión” (Is 55, 11). Como nos recuerda hoy Ezequiel, la palabra
profética puede ser eficaz o no, pero lo más importante es que esté siempre presente. Y es que esta
Palabra de la que nos hacemos profetas es la Palabra encarnada, Cristo, que rechazado y despreciado,
muerto y sepultado, ha resucitado a un vida nueva, y opera (quiere operar) en y por nosotros, los
creyentes.
José María Vegas, cmf