Ciclo B. XIV Domingo del Tiempo Ordinario
Alfonso Berrade, C.M.
Lo extraordinadio de la vida ordinaria
Los mejores manjares pierden interés cuando se comen todos los días, como que
nos acostumbramos a lo extraordinario y lo convertimos en ordinario. A veces
tienen que llegar visitantes extranjeros que se admiran de la belleza de un rincón
de nuestra tierra para darnos cuenta que ese rincón que hemos visto desde niños
tiene un encanto y una belleza especial.
Pues bien, no nos damos cuenta que vivimos junto a un santo hasta que alguien
nos lo hace ver. Es que ya nos hemos acostumbrado a la manera muy humana de
vivir de esa persona y nos parece normal, nos parece que así vive la mayoría de los
humanos. Y no es así. Hay una distancia entre el común de los mortales y esa
persona especial.
Algo así les debió pasar a los habitantes de Nazareth. Habían visto a Jesús en el
pueblo durante treinta años. Lo vieron niño que jugaba como los demás niños; lo
vieron joven alegre, responsable y educado más que los otros jóvenes; lo vieron
trabajador y colaborador de su padre José, y algunos padres les decían a sus hijos:
“Mira, ya eres adulto y yo me voy haciendo viejo, aprende de Jesús cmo trabaja y
está al servicio de sus padres. El trabaja como carpintero, hace tareas en el campo
y aún ayuda a familias con enfermos o a mujeres viudas. Me gustaría que fueras
como él”. Lo veían asistir a la sinagoga los sábados y disfrutaban todos por la
unción que ponía al leer la Ley y los profetas. Lo veían a Jesús como el hombre de
bien, el hombre de palabra y que cumplía lo que prometía. Pensaban que se le
podía aplicar lo del Salmo 1: “Dichoso el varn que en la Ley de Seor encontr sus
delicias. Es como árbol plantado junto a las acequias de agua, da fruto abundante y
sus hojas no se secan”.
Pero nunca se pudieron imaginar que ese Jesús que todo el pueblo conocía,
después de unos meses de ausencia, ahora volvía al pueblo con una aureola de
hombre de Dios, profeta y milagrero. Pero ¿De dónde saca toda esa sabiduría y
poderes extraordinarios? Es cierto que siempre lo hemos visto como muy digno y
equilibrado, pero ahora vemos que las multitudes le siguen. Nos lo han convertido
en un héroe y ser poderoso en obras y palabras. ¡Eso ya no puede ser! El es uno
más como nosotros, que no nos lo metan a profeta.
Así vamos también nosotros por la vida. No detectamos la santidad, ni el plan de
Dios vivido por los demás. Que no me digan que mi hijo o mi esposa son personas
que viven de fe; que no me digan que mi esposo o mi padre es un santo de cuerpo
entero; que no me digan que mi vecina es una maravillosa cristiana dedicada por
completo al servicio de los pobres; yo no voy a recibir la comunión de manos de un
hombre o una mujer laicos como yo; cómo va a ser cristiana esa joven a quien le
encanta bailar y es alegre como una rosa. ¡Ay, cómo dejamos pasar junto a
nosotros a tantas personas que viven con alegría la ley del Señor y su vida es un
árbol que da frutos a montones! Hay que abrir los ojos de la fe para saborear la
presencia de Dios en nosotros, y valorar al ser humano en toda su dimensión. El
santo es también el ser más humano del mundo.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)