Comentario al evangelio del Domingo 15 de Julio del 2012
La profecía del envío
La semana pasada se nos decía que el profeta es
un hombre (o una mujer) cualquiera y que, por eso, puede ejercer de profeta para nosotros alguien
cercano, con tal de que se convierta en alguien que nos transmite la Palabra de Dios sin componendas
ni compromisos; pero también comprendíamos que, como de manera tan clara sucede en el caso de
Jesús, esa misma cercanía puede convertirse en una dificultad añadida para que el mensaje de la
Palabra que el profeta nos transmite (verbalmente o con su modo de vida) sea acogido. En este sentido,
el verdadero profeta, por más cercano que nos sea (paisano, familiar, amigo) tiene siempre algo de
“extranjero”, de extraño, de ajeno, precisamente por su espíritu no acomodaticio, por su capacidad de
transmisión de un mensaje religioso o simplemente moral, que puede incomodarnos, poner al
descubierto aspectos de nuestra vida que no quisiéramos mirar, precisamente porque sabemos que
deberíamos disponernos a cambiar en algún sentido.
Amós hoy, en la primera lectura, es declarado extranjero y, por eso, se le invita a irse del lugar en el
que profetiza, allí donde su palabra es incómoda, molesta al culto oficial y al poder que representa, y
marchar a Judá, su patria chica. Pero Amós protesta: sus palabras no están ligadas a una profesión, ni
menos aún a una procedencia nacional. De hecho, su profesión no es la de profeta (no es un “profeta
oficial”, institucional), y por eso sus palabras no pueden acomodarse a intereses particulares (por
ejemplo, de tipo nacional). Por procedencia familiar y nacional él es un simple pastor, un vulgar
agricultor. Por ello, si dice las palabras que dice es porque Dios lo ha elegido y enviado a hablar. Ante
una elección así, es imposible callar.
Descubrimos así un aspecto nuevo e inquietante de esta extraña identidad: el profeta es un enviado de
Dios. Jesús, el definitivo enviado de Dios y, por tanto, el verdadero y supremo profeta, hace a sus
discípulos partícipes de su misma identidad. Así como él ha sido enviado por el Padre, envía él a sus
discípulos. Estos han tenido la experiencia de la Palabra de Dios en contacto directo con quien es su
encarnación viva. Es lógico que hayan de salir, enviados por el maestro, para transmitirla a otros. Ya
en vida de Jesús fue así, como nos dice el Evangelio de hoy. Y no se trata simplemente de una
transmisión teórica, de comunicar y enseñar una doctrina, sino de abrir camino a una realidad viva que
se refleja en un estilo y un modo de vida: en comunidad, investidos de una autoridad sobre el mal
carente de signos externos de poder, ligeros de equipaje, con sencillez de vida, aceptando lo que les
den pero sin exigir nada, avalando la Palabra que transmitían haciendo el bien, curando y liberando.
Después de la muerte y resurrección de Cristo no puede ser de otra manera: el envío para el anuncio es
la esencia de la vida misma de la Iglesia. Los discípulos son enviados al mundo entero a transmitir la
Palabra de vida que cura y libera. Y es fundamental que el modo de transmisión y la vida de los que
transmiten se corresponda con aquello que esa Palabra anuncia. Es cierto que no siempre es así. Por
desgracia, no siempre el ejemplo de vida avala el mensaje evangélico transmitido por los que
formamos la Iglesia. Y, aunque esto no lo invalida, sin embargo, es cierto que la incoherencia de vida
puede mermar mucho la eficacia del anuncio y el testimonio. En este punto es importante que cada
cual se examine a sí mismo. Es frecuente que los cristianos lancemos acusaciones genéricas contra “la
Iglesia” y sus pecados, pero eximiéndonos a nosotros mismos de esa crítica. Pero esto es otra forma de
incoherencia. Decía san Doroteo que “la causa de toda perturbación consiste en que nadie se acusa a sí
mismo”. Es absurdo decir que “los obispos…”, o “los curas…”, o la Iglesia institucional, y así
sucesivamente, es así o asá. Existen obispos, curas, religiosos, catequistas, padres de familia, y así con
todas las vocaciones cristianas, santos y pecadores, completamente entregados, o que viven a medio
gas o, incluso, en contra de lo que dicen profesar. Las palabras de Jesús hoy han de ser, no una piedra
para arrojársela a los demás, sino un espejo en que cada uno debe mirarse a sí mismo.
Así que hoy todos los cristianos, enviados de un modo u otro, a testimoniar y anunciar el Evangelio
según nuestra vocación, somos invitados a reflexionar sobre la calidad de nuestro testimonio y sobre
nuestra coherencia de vida. Como aquellos discípulos, enviados de dos en dos, tenemos que
comprender que para poder cumplir esta misión tenemos que empaparnos antes de esta palabra viva
que es el contacto personal con Jesucristo. El mero hecho de ser enviados puede ya ser un signo de
que, en cierto sentido, nos convertimos, como Amós, en extranjeros en nuestra propia tierra en la que
la Palabra puede encontrar una fuerte oposición. Y es que es cierto que la Palabra que Dios nos dirige
es con frecuencia incómoda, difícil de aceptar, ya que denuncia lo que en nosotros y en nuestro entorno
la contradice (contradice a la verdad, el bien y la justicia). Pero tenemos que tener también la certeza y
la experiencia personal de que, pese a esas dificultades (que, con frecuencia, nosotros mismos
sentimos), lo que la Palabra de Dios quiere transmitirnos es, en realidad, y al fin y a la postre, una
buena noticia, una bendición, ya que, realmente, Dios “nos ha bendecido en la persona de Cristo con
toda clase de bienes espirituales y celestiales” y nos eligió antes de la creación del mundo para que
fuésemos consagrados e irreprochables ante él por el amor, nos ha destinado, ni más ni menos, que a
ser sus hijos en Cristo, su Hijo.
En una palabra, es fundamental que cada uno de nosotros los creyentes, elegidos y enviados,
encarnemos en nosotros mismos, en nuestras actitudes, palabras y obras, que la fe que creemos y
profesamos es realmente una Buena Noticia.
José María Vegas