Comentario al evangelio del Domingo 29 de Julio del 2012
El discurso del pan de vida: la multiplicación de los panes
La liturgia dominical interrumpe la lectura
continua del Evangelio de Marcos (ciclo B) y durante cinco semanas nos propone considerar el
capítulo sexto del Evangelio de Juan, el discurso del pan de vida. Contra lo que podría parecer, el
cambio no resulta demasiado brusco, porque el domingo pasado contemplamos a Jesús como un buen
pastor que siente lástima de la multitud que andaba como ovejas sin pastor. Terminaba entonces el
Evangelio diciendo que Jesús “se puso a enseñarles con calma”. Hoy, en el Evangelio de Juan, vemos
que, en una situación similar, Jesús no sólo enseña, sino que se preocupa de alimentar a esa multitud,
que le había seguido “porque había visto los signos que hacía con los enfermos”. La capacidad de
compasión de Cristo no se concentra sólo en los problemas del espíritu, sino que mira también las
necesidades del cuerpo: la enfermedad y el hambre. No puede ser de otro modo en quien es la Palabra
hecha carne, por el que la carne, la corporalidad humana se convierte en sacramento de la presencia de
Dios en nuestro mundo.
Una multitud en un lugar apartado crea realmente un problema logístico. ¿Cómo alimentar a tanta
gente? Jesús implica a sus discípulos más cercanos en el problema, e interroga a Felipe. La respuesta
del apóstol es razonable, pero no exenta de generosidad: ni siquiera gastando todo lo que tenían a
disposición en la bolsa común, unos doscientos denarios, podrían alimentar a tantos. El problema
excedía las fuerzas humanas de los apóstoles, por más buena voluntad que quisieran ponerle.
La solución va a venir por medio de la escasa provisión de “un muchacho”, que, por lo que se deduce
del texto, está dispuesto a compartir lo poco que tiene. Nos viene a la memoria que precisamente de los
que son como niños es el Reino de los Cielos (cf. Mc 10, 14); pero podemos también recordar al
“muchacho” de los poemas del siervo de Yahvé (cf. Is 42, 1; 52,13), que representa a Jesús mismo,
que se ha hecho pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor, 8, 9). Jesús nos enseña que
poniendo a su disposición la propia pobreza con generosidad y confianza los bienes se multiplican y
alcanzan para muchos. El milagro consiste en compartir para repartir.
La multiplicación de los panes trasciende, como es fácil de entender, la dimensión meramente material
o logística. No se trata sólo de un milagro que sacia el hambre de la multitud, sino, sobre todo, de un
“signo” que significa la presencia actual del Reino de Dios, que nos enriquece de otros bienes que los
puramente materiales (la salud del cuerpo y el pan que sacia su hambre). La cercanía de la pascua,
indicada al principio del Evangelio, y el gesto de acción de gracias, antes de repartir el pan, aluden al
sacrificio de Cristo en la cruz y al pan eucarístico, memorial de su Pasión: no sólo la solución del
problema puntual (que también requiere respuesta), sino la salvación radical y definitiva que Jesús ha
venido a traernos: la comunión con Dios Padre y entre nosotros, la unidad del Espíritu con el vínculo
de la paz de que habla Pablo en la segunda lectura. No es posible formar un solo cuerpo en un solo
Espíritu si no somos capaces de compartir la fe en el único Señor, pero también nuestro pan.
Las obras de misericordia y las acciones de solidaridad realizadas por la Iglesia y los cristianos, como
remediar el hambre de los pobres o el dolor de los enfermos, se han de hacer precisamente porque hay
personas que sufren hambre y enfermedad y que, como en el caso de Jesús, deben despertar nuestra
compasión y movernos a la acción. Pero esas acciones tienen que ser además “signos” que hablan de la
presencia en el mundo del Reino de Dios, de Jesucristo que nos lo ha traído, de un corazón nuevo en
aquellos que han aceptado la Palabra y a la persona de Jesús, de nuevas relaciones entre los seres
humanos.
De hecho, en el Evangelio de hoy, las gentes que comen hasta saciarse algo perciben de esa presencia
que va más allá de la materialidad del pan multiplicado. Conocían sin duda el episodio del profeta que
dio de comer a cien con veinte panes, y vieron que lo realizado por Jesús, que excedía con mucho el
milagro de Eliseo (cinco mil alimentados con cinco panes, y todavía sobraron doce canastas), era signo
del “Profeta que tenía que venir al mundo”. Pero, al parecer, en ellos pudo más el interés inmediato; de
ahí que, más que escuchar al profeta, quisieran hacerlo a la fuerza rey, esto es, investirlo de poder
político y militar, pues un líder dotado de tales poderes había de ser invencible. El mesianismo
político-militar tenía para ellos más atractivo que la palabra profética desprovista de poder. En la
voluntad de hacer de Cristo un rey al uso de los reyes de este mundo se esconde la otra voluntad, que al
parecer acompaña permanentemente a los hombres en sus relaciones con Dios: la de manipularlo y
ponerlo al servicio de los propios intereses particulares (que, por cierto, son opuestos a otros grupos
humanos, a los que “nuestro” Dios habría de combatir y derrotar).
Se entiende que Jesús, “sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró a la montaña él
solo”. Aunque las ausencias de Dios y de Jesucristo en la vida del creyente pueden tener diversos
significados que es preciso discernir adecuadamente, hoy se nos avisa que una de sus posibles causas
es precisamente la voluntad de hacer de Jesús y de Dios el talismán que resuelve de manera mágica
nuestros problemas, y no la Palabra que hemos de escuchar, y que si realiza “signos” que escapan a
nuestras capacidades (por ejemplo, a nuestro presupuesto), no por eso deja de contar con nosotros, de
preguntarnos, de implicarnos en los problemas reales que se apresta a resolver, para que participemos
activamente con nuestra generosidad (lo poco que podamos aportar) y nuestra confianza. Sólo así
nuestra vida cristiana personal y comunitaria puede irse convirtiendo ella misma en un signo profético
que multiplica el bien y habla con elocuencia de la presencia entre nosotros de Cristo, Profeta y Rey de
un Reino que no es de este mundo.
José María Vegas, cmf