Ciclo B. XVIII Domingo del Tiempo Ordinario
Mario Yépez, C.M.
El libro del Éxodo nos presenta esta narración en que los hijos de Israel (Ex
16,2.3.12) murmuran en el itinerario del desierto contra Moisés y contra Aarón (Ex
16,2), como si ellos fueran los que verdaderamente han liberado a Israel de Egipto,
dejando de lado, como tantas veces a Dios. Este es un punto interesante ya que lo
que está en juego no es una historia de salvación centrada en los esfuerzos
humanos sino en la manifestación de la acción poderosa de Dios en favor de Israel.
Pero Israel no ve los signos como una revelación divina o al menos se resiste a
creer, a confiar y hay una especie de olvido en la mente de quienes forman parte
de la asamblea o comunidad.
Es verdad, que su queja es preocupante: están en el desierto, donde no hay nada.
Piden lo indispensable, que es poder comer. Quizá la manera de pedirla no es la
mejor ya que rememoran un pasado que supuestamente deseaban olvidar, pero al
menos parece que allí tenían una olla donde preparar carne y pan para saciarse y
tal como avizoran el panorama el fin es un drama expresado en el preferir morir
pronto en las manos de Dios que en la del hambre (Ex 16,3).
Ante esta situación crítica es Dios quien interviene una vez más, porque es en
definitiva el único líder que los ha rescatado y por tanto responsable de la suerte de
su pueblo, y propicia una abundancia en alimento (hacer llover – Ex 16,4), tanto en
la tarde como en la mañana, aunque una vez más se resalta que es una señal para
probar a los hijos de Israel en la confianza (¿caminarán en mi ley o no?), no puesta
en Moisés o en Aarón, sino en Dios (Ex 16,4). Por ello ante la ignorancia de lo que
presencian, Moisés testifica que es Dios quien está entregando lo que ven como
alimento (Ex 16,15) y que por tanto hay una exigencia: la de creer en él, en su
providencia, en su manifestación salvadora.
Pablo exhorta a los efesios a no olvidar cómo llegaron aprender a Cristo (Ef 4,20).
Es posible, que la conducta libertina de los paganos (Ef 4,19) haya propiciado más
de una caída en los cristianos de Éfeso y se hace necesario un estímulo para no
sentirse como una parte que no encaja en el ritmo de esta vida cotidiana llevada
por la ignorancia y la dureza de corazón (Ex 4,18).
Pablo es muy claro en sus exhortaciones y asume una responsabilidad propia en
sus consejos (“digo y doy testimonio” – Ef 4,17). Es importante mantenerse fiel a
sus convicciones y no olvidar aquel encuentro con Cristo que hizo posible reorientar
nuestra vida, lo que sin duda, rompe con el esquema de la propuesta de un mundo
pagano que no conoce la verdad del evangelio. Es verdad que marcamos diferencia
con esta realidad pagana, pero no es una situación para condenarla o llenarnos de
escrúpulos infundados; sino propiciar con nuestro propio estilo de vida un camino
de conversión para aquellos que no conocen a Cristo y suavizar su corazón
endurecido, para así caminar juntos no en la vía de lo pagano sino en el camino de
la verdad, la de una vida ordenada y equilibrada. La exhortación de la presente
perícopa, salta unos versículos y nos introduce en el ejemplo concluyente: es
preciso dejar el vestido viejo de lo pagano para revestirnos del traje nuevo (Ef
4,24). Las acciones que realizamos especifican la naturaleza de lo que somos:
hombres nuevos. Pero Pablo, reconoce que esto “nuevo” no es sino el volver a
nuestro origen como criaturas; aquella condición primera en la que Dios nos hizo;
en justicia y santidad de la verdad; y que por el pecado la habíamos perdido,
cayendo así en la ignorancia y la obcecación (dureza de corazón). De esta forma,
como hemos aprendido a Cristo, sabemos que es posible acceder nuevamente a
esta condición fundante.
El evangelio de Juan nos presenta a continuación del signo de la multiplicación de
los panes un largo discurso donde el centro de referencia es: “Yo soy el pan de
vida” (Jn 6,35). El tema de fondo de esta primera parte está claramente sealado
al comienzo, cuando se apunta la avidez de la gente al buscar a Jesús y a sus
discípulos (Jn 6,24-26). El signo del pan está ocasionando
una gran confusión y Jesús se ve obligado a reorientar su verdadero significado. La
mirada no debe cifrarse en al pan material sino en quién lo provee. Y no para que lo
proclamen liberador temporal o solucionador de problemas sociales de la
comunidad; sino para que confíen en el Enviado del Padre (Jn 6,29), aquel que
puede llevar a cabo una salvación total y plena. La multitud exige una señal de
testimonio. ¿Y lo del pan multiplicado? Una vez más se pierde el hilo de la trama.
Las cosas cambian de curso y se introduce un nuevo elemento aunque esta vez sí
tiene que ver con un signo. Este signo del pasado es un buen testimonio: el pan del
cielo que cayó en el desierto dado por Moisés (Jn 6,31). Momento determinante de
aclaracin: No fue Moisés, fue mi Padre…Este es un momento crucial. El signo
remite a una realidad mayor. Y aclarado este asunto, entra a tallar el punto central
de la narración. Dios una vez más quiere intervenir, quiere hablar, quiere volver dar
de comer; pero no de un alimento que perece sino uno que es capaz de llevarte a la
vida para siempre, uno que ha bajado del cielo y está dando vida al mundo: Cristo,
el pan de vida (Jn 6,33.35).
¿Cuántos signos más esperamos para convencernos de que Dios nos acompaña y
nos lleva hacia esa vida para siempre? Ya tenemos uno más que evidente: Cristo.
Pero es evidente, que a pesar de ello, seguimos siendo humanos, necesitados de
signos; angustiados por nuestras carencias seguimos pidiendo e insistiendo por
más signos de saciedad. Y nuevamente Dios nos presenta a Cristo, el pan que ha
bajado del cielo.
Murmuramos contra “hombres”; cuestionamos la vida de quienes se esfuerzan por
ser mejores personas, pareciera que preferiríamos vivir en lo pagano, seguimos
buscando quién nos pueda saciar nuestras necesidades y con todo ello, Dios Padre
sigue insistiendo en manifestar que su Enviado es el acceso a una vida para
siempre, a una plenitud recibida ya desde la creación y que a pesar de haberla
manchado aún está latente como signo de esperanza de salvación. ¿Puede haber
algún signo más claro y evidente de la presencia de Dios en nuestras vidas que la
vida misma de Cristo? No olvidemos lo que nuestros padres nos contaron, lo que
ellos experimentaron, las maravillas del pasado; no dejemos que las futuras
generaciones se pierdan la expectativa de saber que también ellos recibirán
manifestaciones del amor de Dios, que puedan entender la verdadera utilidad de los
signos que revelan una realidad mayor, que sean “hombres nuevos” capaces de
acoger al pan, el verdadero, el que baja del cielo: Cristo.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)