Cuando la burra es mañosa, aunque la carguen de santos
Domingo 19 ordinario 2012 B
Uno de los más admirables personajes en el Antiguo Testamento es Moisés el libertador.
Por largo cuarenta años se vio asediado a dos frentes, por uno el Dios de Israel que lo
instaba a sacar al pueblo, esclavo por varios siglos de la mano de los egipcios, y por otra el
mismo pueblo, rebelde, que sin comprender el grande amor que llevo a Dios a liberarlo, a
cada momento se volvía contra su enviado, reclamándole las inclemencias del desierto, que
si no tenían agua, que si no tenían alimento, que si los animales los picaban, murmurando
una y otra vez y maldiciendo de su suerte y pretendiendo volverse a la tierra de la
esclavitud, donde al menos, eso decían, tenían “ollas de carne” para comer. Y una y otra
vez, Moisés, tenía que decidirse a favor del pueblo, aunque éste no lo mereciera. Y a causa
precisamente de su murmuración y de su infidelidad, ninguno de los que salieran de Egipto
lograron entrar en la tierra prometida, y Moisés, sólo a distancia y desde la altura logró
contemplar la tierra de sus antiguos padres.
Después de la multiplicación de los panes, cuando le pedían a Cristo que continuara
dándoles gratuitamente de ese pan y de los mismos pescados, vino una agria discusión con
aquellas ingratas gentes que se habían alimentado hasta la saciedad con el alimento que
Cristo les daba. Ellos invocaron a Moisés, a sus antiguos padres, y el maná, el alimento del
desierto y Cristo, con toda razón les hizo ver que sus padres murieron a pesar del maná
que les sirvió de alimento, y les anunció en ese mismo momento, otro pan que saciará y
alimentará al grado de mantener la existencia por toda la eternidad. Él mismo se anuncia
como ese “pan de la vida” que ha bajado del cielo y que el Padre les dará a cuantos lo
pidan, para asegurar su vida eterna. Y ese fue el inicio de la discusión y de la murmuración,
pues ellos pretendían que conocían perfectamente el origen humano de Cristo. Fue su
humanidad, el hecho de ser hombre, lo que a aquellas gentes les impedía aceptar a Cristo
Jesús como el enviado del Padre que sólo pedía que creyeran en él, para que pudieran
tener el pan de vida. Nada valió, según parece, pues el empecinamiento de aquellas gentes
fue tal, que prefirieron retirarse antes que aceptar el nuevo pan que Cristo les proponía.
¿El mensaje para nosotros? Cristo pedía fe en él, aceptar, comer, creer, comprometerse, y
comenzar a vivir y vivir a pleno pulmón. Y sucede que nosotros aceptamos todo, pero a
medias, pues si creemos, no comemos, por lo menos no todos y si eso no se da, entonces
los cristianos no nos hemos comprometido a hacer este mundo más humano, más justo,
más fraternal y en definitiva, más cristiano. Hay necesidad de un replanteamiento de
nuestra fe, una convicción profunda en la persona de Cristo Jesús que se da a los suyos
para acompañarles en el camino de la vida, haciéndose solidario con ellos, hasta hacerse
alimento para los suyos, a los que el Padre ha elegido. En este sentido, cuando los niños, y
sobre todo los nios de “sociedad” que se anuncian en los peridicos, para su primera
comunin, hablan de haber recibido el “pan de los ángeles” , pero vamos a ver que ni son
los ángeles los que nos traen el pan sino el mismo Cristo que se entrega y tampoco son los
ángeles los destinatarios del alimento, sino los hombres, los mismos hombres con todas sus
miserias, con todas sus limitaciones, pero también con ese destino de inmortalidad al que
los ha destinado el Buen Padre Dios.
Valorando entonces la entrega de Cristo, creamos, aceptemos que él tiene palabras de
vida, que él mismo es “el pan de vida”, comamos, en la comida de la fraternidad, y también
nosotros a imitación de Cristo, convirtámonos en alimento, en fraternidad, en vida, en
generosidad y en entrega por el bien de nuestro mundo.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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