XIX DOMINGO ORDINARIO B
(I Reyes 19:408; Efesios 4:30-5:2; Juan 6:41-51)
Hace dos años el papa Benedicto visitó a Inglaterra. Como persona graciosa, él
ganó el respeto de los ingleses. Pero antes de su llegada, había diferentes señales
que fuera a tener problemas. Unos criticaron el costo de la visita al estado. Otros
pintaron al papa como racista porque la Iglesia no aprueba relaciones
homosexuales. Un grupo aun hablaba de arrestar al papa como criminal contra la
humanidad. Todas estas instancias pueden recordarnos de las murmuraciones
contra Jesús en el evangelio hoy.
Los judíos se oponen a Jesús por su modo de hablar. En la lectura ellos cuestionan
su razón porque dice: “Yo soy el pan vivo…” Ahora sabemos que este lenguaje es
el estilo del evangelista Juan para indicar la divinidad de Jesús. Pues, “Yo soy quien
soy” es cómo Dios se reveló a Sí mismo a Moisés. No obstante, hay otra crítica
fuerte levantado por los judíos que se encuentra también en los otros tres
evangelios. Los judíos desprecian a Jesús como el hijo del humilde carpintero de
Nazaret. Sin duda piensan como Natanael, el discípulo de Jesús, que dice en el
principio del evangelio: “¿Puede salir algo bueno de Nazaret?” Hoy en día no hay
tanta animosidad contra Jesús. Casi todos los pueblos lo respetan como un profeta
de la antigüedad. Pero esto no significa que lo reconozcan como Juan el
evangelista. Al contrario, muchas personas – aun en nuestra sociedad -- lo ven
como no más grande que Moisés, Mohamed, o Martin Luther King.
En lugar de poner fe en Jesús la gente contemporánea se confía en la ciencia como
su salvador. Cree que las únicas verdades que valen vienen de los laboratorios
científicos. Piensa que la ciencia aplicada con su abanico de aparatos desde
pulidores eléctricos para los zapatos hasta bluetooths para hacer llamadas
telefónicas le producirá una vida feliz. Particularmente le interesa la medicina como
el medio para superar la muerte. Recientemente se reportó de un científico que
analiza todo lo que entra y sale de su cuerpo. Junto con estos datos cada rato
toma exámenes de sangre y aun MRIs completos para conseguir un conocimiento
exacto de su salud. Su objetivo es anticipar y arreglar cualquier enfermedad que
vaya a tener. Dice el científico que en el futuro la inmortalidad no es fuera de la
posibilidad. Si estuviera aquí, Jesús le contaría al científico que el camino de la vida
eterna no va por la química sino sólo a través de sí mismo.
En la lectura Jesús cuenta que él viene para conferir la vida eterna a aquellos que
creen en él. Los dichosos aceptan su mensaje sobre la primacía del amor. Este
amor no es meramente un sentimiento vago de preocupación y mucho menos el
deseo carnal. No, el amor que vale la vida eterna se realiza con hechos de
misericordia. Jesús mostrará lo que significa cuando lava los pies a sus discípulos.
En tiempo los mismos seguidores se darán cuenta de que conocer a Jesús
comprende el inicio de la vida eterna. Pero la experiencia no dura por sólo un rato
y desaparece como las flores del campo. No, Jesús promete que permanecerá para
siempre cuando les resucita a sus discípulos al último día.
Aunque no vemos la ciencia como la resolución de los problemas de la existencia,
tampoco queremos condenarla como enemigo de la fe. Más bien, la ciencia
acompaña la fe como portador de la verdad. Las verdades naturales, que la ciencia
investiga, dan testimonio a la gloria de Dios tanto como los actos de misericordia.
Por eso, debemos conformarnos a la mejor ciencia. Como nos dicen los médicos,
deberíamos evitar las grasas y los carbohidratos en exceso y tomar ejercicio
diariamente.
Hay un retrato de san Martín de Porres que lo muestra dentro de un laboratorio
científico con aureola alrededor de la cabeza. Martín era científico que probaba
diferentes medicinas para arreglar enfermedades. Y era santo por su entrega
completa al Señor. San Martín nos muestra que realmente la fe y la ciencia no se
oponen. Más bien ambos la fe y la ciencia revelan la gloria de Dios por conferir la
Padre Carmelo Mele, O.P.