DOMINGO 21 ORDINARIO (B)
Lecturas: Jos 24,1-2.15-18; S.33; Ef 5,21-32; Jn
6,51-69
Homilía del P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Palabras de vida eterna
El texto del evangelio de hoy pertenece a la parte
final del capítulo 6 de San Juan, dedicado al misterio de
la Eucaristía y al que con el de hoy dedica la Iglesia cinco
domingos seguidos, lo que indica su gran importancia.
No habiendo podido explicarles la perícopa del domingo
pasado, la he añadido precediendo a la de hoy para que
la explicación no quede incompleta.
Resumo el hilo de las ideas que Jesús ha
desarrollado. Les ha prometido un pan, mejor que el
multiplicado, que bajará del cielo y que es el que da la
vida sobrenatural; quitará el hambre y la sed y es Jesús
mismo; ese pan será su propia carne. Se necesitará
tener fe, pero quien la tenga y coma vivirá para siempre.
Esto será así y Jesús lo reafirma del modo más enfático;
porque –concluye –“el que come mi carne y bebe mi
sangre, habita en mí y yo en él; porque el Padre que
vive me ha enviado y yo vivo por el Padre. Y del mismo
modo el que me come vivirá por mí”. Jesús ha llegado
así al punto culminante. Nada parecido se podría ni
soñar del maná de Moisés, del pan aquel que comieron
sus padres. No se puede ni comparar una cosa con otra.
Esto, además, lo dice Jesús en plena sinagoga de
Cafarnaúm, “enseando” dice el texto. ¿Es con motivo
de la reunión del sábado? No lo sabemos; pero la
seriedad del contexto, el tono, la rigurosidad, la
insistencia no permiten la menor duda sobre el sentido
de sus palabras. Jesús asegura –“en verdad, en verdad
les digo”– que su pan son su carne y su sangre, que
habrán de ser comidos y bebidos y comunicarán la vida
de Jesús; porque harán que Jesús viva en quien le comió
y que éste viva en Jesús. De esta forma Jesús
transformará al que comulga y éste se transformará en
Jesús, “vivirá” por Él. Y para siempre, porque su vivir es
participar de la vida de Jesús resucitado, que no muere
más.
Nada semejante se había dicho nunca en Israel.
Tales afirmaciones provocan el rechazo de la gran
mayoría, aun entre quienes hasta entonces habían
sintonizado con su enseñanza. Pero aquello era ya
demasiado: “Este modo de hablar es duro. ¿Quién puede
hacerle caso?”.
La respuesta de Jesús se hace a su vez tajante,
clara, exigente y sin concesiones: ¿Cómo van a poder
creer esto ustedes? Imposible. ¿Y cuando Yo, éste
hombre, el Hijo del hombre, el que existía desde el
principio y vino del Cielo, suba y me siente a la derecha
del Padre para juzgar a todos los hombres? “Ya les he
dicho que nadie puede venir a mí si el Padre no se lo
concede”. Con su sola razn no entenderán jamás nada,
porque “la carne de nada sirve”. “El Espíritu es quien da
la vida”, la vida de la que yo hablo; la que no muere, la
que solo puede dar el Hijo, la vida sobrenatural, la que
hace al hombre hijo de Dios. De esa vida hablo Yo; por
eso “las palabras que les he dicho son espíritu y vida”.
Vienen del Espíritu de Dios y en quien las recibe surge el
espíritu y aparece la vida.
Jesús ha hablado claro; Jesús lo ha dicho todo.
Pero no son pocos los que no pueden creer tales
maravillas. “Nadie lo puede si el Padre no se lo concede”.
Se van; es demasiado para ellos. Creer no es fácil,
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incluso entre los doce hay dudas. “Desde entonces
muchos discípulos suyos se retiraron y ya no andaban
con Él”. Es en la vida de Jesús uno de los momentos más
decisivos y más graves.
“Entonces Jesús dijo a los doce: ¿También ustedes
quieren irse?”. Podemos imaginar que les mira a los ojos
uno a uno y su mirada penetra hasta el fondo del alma.
“Pero Simón Pedro contestó: Señor, ¿a quién iremos? Tú
tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y
sabemos que tú eres el Santo de Dios”. El sentido de la
respuesta es que su palabra obra lo que significa. Es
palabra que realiza el don de la vida eterna; es palabra
del “Santo”; palabra que hace del pan el cuerpo de
Cristo; palabra que incorpora y da ese cuerpo humano
en que Dios está cercano y actúa curando, perdonando,
salvando. “El Santo” era, sobre todo, el Mesías (Mc
1,24); y lo menos que hay que aceptar en la respuesta
de Pedro es su fe en que Jesús es el Mesías, esperanza y
salvador de Israel. Pero, cuando Juan lo usa en su
evangelio al final del siglo I, “Santo” tiene sentido divino,
como autor de la vida (Hch 3,14; 4,27.30; Jn 10,36).
Cuando cada domingo tomamos el camino para
participar en la Eucaristía, ojalá nos veamos retratados
en cualquiera de los doce, mejor en Pedro. Venimos a
escuchar a quien tiene “palabras de vida eterna”.
Venimos porque estamos invitados al banquete del Hijo
de Dios hecho hombre, a tener un encuentro con ese
Jesús, cuyo cuerpo sana y da vida a todo lo que toca. Y
escuchamos la palabra de Dios como lo que es: palabra
que nos abre la puerta de la vida, la puerta del Amor, la
puerta del Corazón de Cristo; y también abre nuestro
propio corazón para que la vida de Dios entre en él.
Cada domingo, por ello, dejémonos sumergir en ese
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océano de gracia y de amor que son la Eucaristía y las
palabras de vida eterna de Jesús, que están y se nos dan
en la Iglesia.
Pidamos sin temor, invoquemos a María nuestra
Madre para que todo esto se haga en nosotros una gran
realidad, pues “de verdad somos hijos de Dios”.
Para más información:
http://formaciónpastoralparalaicos.blogspot.com
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