XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Segunda Lectura: Ef 5,21-32
“Cristo amó a su Iglesia, la amó y se entregó a sí mismo por ella”.
“Cristo amó a su Iglesia -recuerda la liturgia de hoy, tomándolo de la Carta a
los Efesios-, la amó y se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla… y para
colocarla ante sí gloriosa” (5, 25-27). Jesucristo es, sin duda, el único fundamento
(cf. 1 Cor 3, 12), el Supremo Pastor (cf. Jn 10; 1 Pt 5, 4) y la Cabeza de la Iglesia
(cf. 1 Cor 12, 12; Col 1, 18). El la fundó sobre Pedro y sus Sucesores. El la
gobierna y la vivifica constantemente.
Jesucristo amó, pues, a la Iglesia hasta morir por ella, esto significa que ella
es digna de ser amada también por nosotros. Sin embargo, algunos cristianos
miran a veces a la Iglesia como si estuvieran fuera, al margen de ella. La critican
como si nada tuvieran que ver con ella. Toman distancias de la Iglesia, como si la
relación de ella con Jesucristo, su Fundador, fuera accidental y ella hubiera surgido
como mera consecuencia ocasional de su vida y de su muerte; como si El no
estuviera vivo en la Iglesia, en su enseñanza y en su acción sacramental; como si
ella no fuera el misterio mismo de Cristo confiado a los hombres.
A otros, la Iglesia les resulta indiferente, ajena. En cambio, para los
cristianos conscientes, que saben ?de qué espíritu son (cf. Lc 9, 55), la Iglesia es
Madre. Sí, la Iglesia es su madre; es la madre de todos los cristianos. Ella nos ha
engendrado a la vida eterna por el bautismo, sacramento del nuevo nacimiento (cf.
Jn 3, 5). Nos ha llevado a la madurez de los hijos de Dios en el sacramento de la
confirmación. Nos alimenta constantemente con el Cuerpo y la Sangre de Cristo,
cuando celebra el misterio de la muerte y resurrección del Señor. Ella, por el
sacramento de la penitencia, nos reconcilia con el Padre y consigo misma, en virtud
de la reconciliación operada por Cristo en su muerte (cf. 2 Cor 5, 19).
El amor de Cristo a cada uno de los miembros de la Iglesia nos ha de llevar
también a pensar en los deberes que tenemos para con la Iglesia. En primer
término, todos somos responsables de la Iglesia. Nadie puede decir: la Iglesia, su
santidad, su misión en el mundo, su culto a Dios, no son cosa mía. A todos nos
corresponde, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, cada uno en su
lugar, edificar la Iglesia, o mejor, servir de instrumentos activos al Señor que la
construye por su Espíritu (cf. Ef 2, 20-21).
¿Y cómo se construye la Iglesia? Construye la Iglesia quien, fiel a su
bautismo, vive santamente, renuncia al pecado, lleva su cruz con Cristo, muestra
en su conducta a los hermanos la realidad exigente y gozosa del Evangelio.
Construyen la Iglesia quienes, unidos como esposos por el sacramento del
matrimonio, hacen de su familia una verdadera iglesia doméstica, ejemplar para
todos, estable en su unión, fiel a los compromisos adquiridos de unidad y fidelidad,
de respeto absoluto a la vida desde su concepción, y de rechazo por tanto del
crimen del aborto; de transmisión de la fe y educación cristiana de sus hijos.
Construyen la Iglesia quienes ejercen fielmente los ministerios y servicios.
Pienso en los catequistas, los ministros extraordinarios de la Eucaristía, en los
delegados de la Palabra, en los que preparan a sus hermanos para la digna
recepción de los sacramentos y los que se empeñan en los diversos movimientos de
apostolado.
En una palabra: construimos la Iglesia, cuando nos esforzamos por ser
santos; por cumplir siempre y en todo la voluntad de Dios, para que ella, aun
compuesta por hombres pecadores, sea cada vez más fiel a su vocación de
santidad. Esta es la mejor prueba de nuestro amor a la Iglesia.
Amemos siempre a la Iglesia. Sintámonos responsables de ella, de su
fidelidad a la Palabra de Dios, a la misión que Cristo le confió, a su vocación de ser
como sacramento; es decir, signo e instrumento de la intima unión con Dios y de la
unidad del género humano? (cf. LG 1).
Amémosla como a nuestra Madre; como amamos a María Santísima, a la que
nosotros llamamos con el cariñoso nombre de ?Nuestra Señora de la Soledad.
Amémosla como Cristo la amó, hasta dar por ella su misma vida. Y pidámosle a El
en esta Eucaristía que celebramos, que el amor a la Iglesia sea la característica de
nuestra vida cristiana, hijos fieles de la Diócesis de Irapuato, hijos fieles de Nuestra
Señora de la Soledad.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)