Tiempo y Eternidad
______________________
José Manuel Otaolaurruchi, L.C.
Un mundo de sordos
Este domingo el evangelio nos presenta la curación de un sordo-tartamudo. Jesús, tocando
con sus dedos los oídos y la boca del enfermo, lo sanó. En el sacramento del bautismo se
sigue repitiendo este gesto de tocar los oídos y la boca del niño para que sea capaz de
escuchar la Palabra de Dios y de proclamar ante los hombres su fe.
La enfermedad de este hombre me recuerda otros tipos de sordera aún más tristes. Están los
que sólo oyen lo que les conviene, es el típico personaje que anda por la vida escabullendo
responsabilidades con cara de “yo no fui”, que no se moja ni se compromete. El que nunca
dice: “esa boca es mía” y cuando se le enfrenta contesta: “que no sabía”, “que no le
informaron” y se queda tan fresco como si tal cosa.
En segundo lugar están los obsesivos, los que trastornan la realidad y entienden lo que ellos
quieren entender. Lo que sucede es que interpretan los hechos en clave de sus ideas. Son los
auténticos idiotas, pues etimológicamente idiota significa: apegado a su propia idea.
Carecen de perspectiva para percibir la realidad y su discurso se torna repetitivo, rayado,
persistente. Estos son los que ven “moros con alfanjes” por todos lados, y por lo mismo son
incapaces de estar abiertos a otras realidades.
Aún más grave estaría la ceguera moral. Los que no reconocen su realidad y viven en la
mentira. Pensemos, por ejemplo, en la multitud de bebedores que estando enfermos de
alcoholismo, no quieren reconocerlo. Viviendo un drama familiar, económico y personal,
no escuchan los consejos para salir de su problema y mucho menos aceptan someterse a un
tratamiento.
Finalmente están los incapaces de escuchar a Dios: los ateos, agnósticos o escépticos. Los
primeros no creen que Dios exista, los otros niegan la capacidad del hombre para adquirir
un conocimiento de Dios y los terceros dudan de la existencia de una verdad trascendente.
“Porque aunque miren no ven, y aunque oyen no escuchan ni entienden” (Mt. 13,13).
Tener fe en sentido bíblico significa: escuchar. El que escucha es el que cree y obedece. La
fe es un don de Dios que debemos pedir y cultivar. Dios se manifiesta a través de la
Palabra. Si decimos que Cristo es el Verbo de Dios hecho hombre, la actitud correcta es la
de escuchar. No por nada encontramos en la biblia tantas veces la expresión: “Escucha,
Israel…” (Dt. 4,36) “Dichosos los que escuchan la voz de Dios y la ponen en práctica”.
El sordo no conocía a Cristo y se abrió a la fe. ¡Cuánto nos puede ayudar su testimonio para
estar atentos a las luces del Espíritu Santo y saber escuchar su voz en nuestro corazón!
twitter.com/jmotaolaurruchi