Comentario al evangelio del Sábado 15 de Septiembre del 2012
Nuestra Señora de los Dolores
Antes de subir al Calvario –somos frágiles y pequeños- vamos a verla en la calle, una tarde del Viernes
Santo. ¡Cómo la retrata la piedad popular! Virgen de los Dolores, de la Soledad, de la Piedad; siete
puñales le atraviesan el corazón o, al menos la espada de la que le habló el anciano Simeón. Casi
siempre un manto negro la cubre. Su rostro, aun lleno de llanto y dolor, logra un tono sereno, como
penetrado por la fe.
María es la Madre del Crucificado. Está asociada, por sus dolores, a la muerte del Redentor. La mujer,
esclava del Señor por su fe, está junto a su hijo que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz.
La que había estado alejada en los momentos de la gloria de los milagros y la seducción de la palabra,
acude ahora, presurosa, en la hora del supremo dolor y de la muerte. Está aquí, como estuvo en todos
los momentos difíciles, a lo largo de la vida de Jesús; en la pobreza del pesebre al nacer, en la
persecución y exilio con Herodes, cuando abandonaba su familia para predicar el Reino, cuando sufre
el rechazo de los jefes políticos y religiosos.
Es que María va a ser, otra vez, Madre. Las palabras de Cristo en la cruz cobran una eficacia casi
sacramental. “Mujer, he ahí a tu hijo”. En el discípulo amado hemos sido constituidos hijos de María.
Algunos hacen constar que no se lo dice a Pedro sino a otro discípulo. ¿A Juan? Aquí, la maternidad no
va en el plano jerárquico sino en el de la intimidad, en el de las relaciones individuales y filiales. Sólo
nos queda, como apunta el evangelio, recibirla en nuestra casa. La Iglesia es la casa de María; la
Iglesia tiene una Madre.
Como Jesús, hemos de sentir cerca a María en los momentos de dolor. Ella es la madre querida de
tantos hijos crucificados por la injusticia, la opresión y el desamor. Es más, no solamente nos
beneficiamos de su cercanía cuando nos aguijonea un padecimiento. Con ella, queremos ir al encuentro
de los que sufren. El cristiano ha de combatir el dolor, luchar contra las causas del dolor. Más aún, los
creyentes tenemos muchos resortes para transformar y trasfigurar el dolor; el saber escuchar, el llevar
consuelo, el infundir esperanza, el rezar con oportunidad, el estimular desde nuestra fe y tantos
recursos, ayudan a hacer más buenas, más esperanzadas a las personas sufrientes.
Ya que nos entra por los ojos la presencia de María junto al dolor de su hijo, ella puede ser un modo de
sacramento que nos haga visible y nos diga más claro que Dios sufre siempre al lado de sus hijos. Cosa
que ya sabíamos.
Conrado Bueno, cmf