XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
¿UN AGUADO AGOSTO?
Padre Pedrojosé Ynaraja
Ahora bien, se ha caído en la trivialización de la sexualidad, no me canso de
repetirlo, y en la banalización del matrimonio. Se desconoce el valor sacramental de
este estado cuando se va a él con Fe y se celebra en el seno de la Iglesia. Para
muchos, matrimonio y boda son equivalentes, craso error.
No me gustan las estadísticas que se publican sobre porcentajes de bodas
celebradas por la Iglesia y por lo civil. No es el modo y lugar de la fiesta lo que
importa. Lo alarmante es la falta de vida cristiana en el estado matrimonial. Lo que
diré exasperará a muchos, pero no lo ocultaré. Creo que es muy conveniente
suprimir la celebración solemne de las bodas. Desearía que se redujesen a una
ceremonia sencilla, como cuando a una persona que vuelve su rostro espiritual a la
Iglesia y se confiesa, recibe la Gracia del perdón y consiguiente santidad. La
absolución sacramental y la Eucaristía posterior, tal vez carezca de solemnidad, no
por ello deja de ser de gran trascendencia.
Pongo ejemplos de parejas que se han enamorado sinceramente, se gustan, han
ido progresando en el mutuo conocimiento y satisfacción emotiva, sin preocuparles
ceremonias, pisos o invitados. Que de mutuo acuerdo proyectan modos de vida, de
convivencia y soñado futuros hijos, respetando unas normas cristianas de
comportamiento. Llegado el momento en que han considerado ya estaban
capacitados para comprometerse, se han casado de inmediato. Vaya el primer
ejemplo. La imaginación de Dios les llevó a conocerse en un lugar inesperado. Él
era militar, ella enfermera. Llegó un día en que fueron conscientes de que deseaban
vivir en comunión matrimonial. Pensaron que sería pronto y se lo explicaron a un
sacerdote de su entorno. Le contaron sus proyectos, advirtiéndole que cualquier día
se presentarían solicitando la celebración de la boda. Se enteró él de que le
destinarían fuera de la metrópoli, consideraron que era un signo. No podían
separarse
físicamente, sin que hubiera una íntima unión total y trascendental. Se casaron. De
esto hace muchos años. La familia con cinco hijos continúa feliz, unida y
conservando la Fe. Vaya un segundo. Ambos se reconocían cristianos, vivían su
enamoramiento con ternura, preparando su futuro compromiso. De improviso, le
llamaron al servicio militar y, para colmo, fuera de la Península. Debían separarse.
Quisieron continuar íntimamente unidos, se casaron. En ambos casos, gozaban de
seguridad profesional, aunque ni tuvieran piso, ni dinero para el banquete. No
quiero que se ignore un ejemplo que me atañe. Había oído a mis padres decir:
cuando nos casamos. Le pregunté un día a mi madre ¿cómo fue vuestra boda? Ay,
hijo, eran otros tiempos, me contestó. Había muerto mi padre y la familia estaba de
luto, de manera que no podíamos celebrar ninguna fiesta. No nos enojamos.
Fuimos a la capital y, en una misa parroquial, en la que se incluyeron proclamas y
avisos semanales, nos casamos. Yo vestía de negro riguroso y sin elegancias, era la
norma. El duelo duraba un año. Los testigos fueron dos tíos tuyos, ni siquiera hubo
banquete. Mis padres procrearon ilusionados seis hijos y vivieron felices 46 años.
Solo la muerte de mi padre suspendió su feliz matrimonio. Advierto que en ningún
caso, ni en otros más actuales que no he contado, se ha tratado de miembros de
asociaciones que se puedan tildar de conservadoras, eran simples cristianos de
parroquia.