DOMINGO 24 ORDINARIO (B)
Lecturas: Is 50,5-10; S.114; St 2, 14-18; Mc 8,27-35
Homilía del P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Ninguna otra gloria,
la cruz de Jesucristo
El texto de este evangelio es inmediato al del
domingo pasado. Cronológicamente tienen lugar en los días
finales del viaje del que hablamos. Cesarea de Felipe es
una de las ciudades de la región Decápolis. Fue reconstruida
de otra anterior por Herodes Filipo y la llamó así en honor
del emperador romano César Augusto y de sí mismo. Este
Herodes Filipo fue hijo de Herodes el grande, quien obtuvo
del emperador romano el título de tetrarca y el gobierno de
aquellas tierras, que no pertenecían a Palestina. Jesús lleva
ya como un año y medio de predicación y está casi a un año
de su muerte.
Como ya les expliqué, es un tiempo que Jesús dedica
a la preparación más intensa de sus discípulos. Un día,
caminando con ellos, les hace una pregunta clave, para
medir hasta dónde han llegado en el conocimiento de su
persona después de ver y oir tántas cosas maravillosas
durante casi dos años: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy?”.
Solo Pedro da con la respuesta acertada: “Tú eres el
Mesías”. En el paralelo de Mateo tenemos la felicitación de
Jesús, que ya hemos comentado otras veces. Una vez más
aparece Pedro tras el texto de Marcos, cuya fuente primera
es la catequesis de Pedro en Roma. Pedro humildemente
suele silenciar o bajar el tono de todo lo que pueda
redundar en alabanza propia, como aquí las palabras de
Jesús, que conocemos por Mateo. Desde luego que Pedro ha
tenido experiencias de Jesús especialmente ricas: En su
primer encuentro ya Jesús le miró de una manera especial y
anunció su cambio de nombre, que era el Simón, por el de
Pedro o “piedra”, símbolo del fundamento que un día sería
de su Iglesia. Luego tuvo otra experiencia profundísima con
la primera pesca milagrosa. Luego la curación de su suegra
sin haberle pedido nada, de forma tan sencilla y al mismo
tiempo tan poderosa. Hace no mucho tiempo anduvo sobre
el agua sacudido por la tempestad, le suplicó y evitó que se
hundiera. Al día siguiente en Cafarnaúm tuvo una gracia
especial reconociendo la promesa de Jesús sobre la
eucaristía como palabras de vida eterna. Ahora le
manifestaba creer que era el Mesías y todavía más: que era
el Hijo de Dios bendito, como recuerda el texto de Mateo.
La respuesta llenó de entusiasmo a Jesús, que le hizo
promesa formal de dejarlo tras su muerte al frente de su
Iglesia con plenos poderes y el don de la infalibilidad.
Sin embargo cuando oye a Jesús desvelar su futuro
de cruz, no entiende nada, cree que Jesús está desvariando
y aun se atreve a increparle. Jesús le corrige
durísimamente. Llega a llamarle Satanás e incluso llama a
sus discípulos y otras personas que están hablando con
ellos y los desafía a servirle hasta la muerte llevando
también una cruz. Y hace de esto una condición necesaria
para salvarse eternamente: “Miren, el que quiera salvar su
vida la perderá –es decir, se condenará– pero el que pierda
su vida por el Evangelio, la salvará”.
No seamos crueles con San Pedro. También a
nosotros nos resulta casi imposible de aprender esa verdad.
Otras dos veces se la repetirá Jesús solemnemente a los
doce. Nada. Necesitaron la enorme gracia del Espíritu Santo
en Pentecostés. A pesar de que la cruz aparece muchas
otras veces en el Antiguo y en el Nuevo Testamento en el
camino del Mesías.
Todos queremos ser felices; pero somos nosotros
mismos los que nos ponemos los mayores obstáculos. El
primero es precisamente la no aceptación de la cruz como
condición para seguir a Cristo. Ningún santo ha llegado al
cielo sin haber pasado por muchas tribulaciones. Atiendan a
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tantas advertencias de Dios sobre lo mismo. La primera
lectura de hoy es una: “Ofrecí la espalda a los que me
golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba, etc”.
También en el evangelio hemos escuchado: “El que quiera
venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con
su cruz y me siga”. Cuando lean la Palabra, no dejen de
prestar atención a tantos textos que nos recuerdan esta
necesidad de abrazar nuestra cruz. Tengan devoción a
Cristo crucificado.
Como les he recordado otras veces, hay que vivir la
fe con espíritu deportivo. El atleta se cansa, sufre, pero se
siente feliz porque logra sus objetivos venciendo o batiendo
su propio récord. Así debemos afrontar todo lo que nos hace
sufrir. El sufrimiento nos asemeja a Jesucristo. El
sufrimiento, aceptado con paciencia y mejor con alegría,
nos va transformando en Cristo; el sufrimiento por Cristo
nos dará unos réditos del ciento por uno; con el sufrimiento
ofrecido a Dios colaboramos también en la salvación de
otros hermanos nuestros así como Cristo con los suyos nos
redimió a nosotros y al mundo entero, alcanzando gracias
para su salvación.
Y ya que la oración es en todo caso necesaria para
dar cualquier paso en la vida sobrenatural, oremos para
llevar con paciencia, fe y alegría las cruces grandes y
pequeñas de la vida normal; las que recibimos de los
acontecimientos y las que nos causan los defectos de las
personas y nuestras limitaciones. No hagamos tragedia de
lo desagradable que nos ocurre a diario en la vida. No
retrocedamos a añadir la sal del sacrificio que la vida
corriente de familia, de trabajo y de convivencia nos exigen
para que ésta sea una ofrenda generosa de amor a Dios y al
prójimo.
Yo les aseguro que poniendo de esta manera sus
plantas en las huellas de Cristo crucificado, sus espíritus
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rebosarán de la alegría del Espíritu de Cristo, que lo verán
cerca y sentirán su gracia con frecuencia.
Antes de ayer fue la fiesta de la Exaltación de la
Santa Cruz, ayer la memoria de Nuestra Señora de los
Dolores; que, por su intercesión, el Señor que nos conceda
la gracia de “no gloriarnos sino en la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo” (Ga 6,14).
Nota.- Para más información:
http://formaciónpastoralparal aicos.blogspot.com
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