Domingo XXV del tiempo Ordinario del ciclo B.
El camino de la cruz y de la gloria.
1. Meditación de SB. 2, 12. 17-20.
Estimados hermanos y amigos:
En la primera lectura correspondiente a la Eucaristía que celebramos este
Domingo XXV del ciclo B del tiempo Ordinario, vislumbramos la razón por la que
grandes personajes del Judaísmo y el Cristianismo, incluyendo a Jesús, fueron
perseguidos y asesinados, porque con su conducta denunciaban la manera de
proceder de quienes se oponían al cumplimiento de la voluntad de Dios. En el citado
texto del libro de la Sabiduría, leemos:
"Se dijeron los impíos: «Acechemos al justo, que nos resulta incómodo: se opone
a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende nuestra
educación errada" (SB. 2, 12).
Jesús les resultó incómodo a los saduceos, porque, con sus palabras y su manera
de actuar, denunció cómo muchos de los tales procedían sin escrúpulos con tal de
aumentar su poder, riqueza y prestigio, y también les resultó bastante molesto a
los fariseos, porque, con sus palabras y su manera de actuar, denunció su afán de
protagonismo, y la hipocresía con que aparentaban un nivel de santidad, que no
deseaban alcanzar.
En nuestro tiempo hablamos mucho del respeto a las diferentes ideologías
existentes, porque vivimos en un mundo en que debemos aprovechar la diversidad
existente para unirnos, y no para vivir cada día más distanciados unos de otros,
porque el Señor espera de sus fieles que evangelicemos a la humanidad. Nada nos
impide hacer todo lo que esté a nuestro alcance para vincularnos a quienes no
profesan nuestra fe aprovechándonos de lo que nos une a los tales, pero es preciso
que nos cuidemos de dejar de cumplir la voluntad de Dios. Somos defensores de la
vida, y creemos que nuestra existencia está encaminada a que alcancemos los
dones y virtudes que nos son necesarios para vivir en la presencia de Nuestro
Santo Padre, así pues, ello es lo que nos hace diferentes de quienes no aceptan al
Dios Uno y Trino, y por ello no comprenden nuestra dedicación al estudio y a la
oración, ni los sacrificios que hacemos, para alabar a Dios, y para alcanzar la
perfección que anhelamos.
Los siguientes versículos de la primera lectura de hoy que vamos a recordar, nos
traen a la memoria la Pasión y muerte de Jesús.
"veamos si sus palabras son verdaderas, comprobando el desenlace de su vida.
Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo
someteremos a la prueba de la afrenta y la tortura, para comprobar su moderación
y apreciar su paciencia; lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay
quien se ocupa de él" (SB. 2, 17-20).
A pesar de que por la fe que profesamos creemos que Jesús resucitó de entre los
muertos, muchos de entre quienes lo vieron azotado y crucificado, debieron pensar:
Si las palabras que pronunció Jesús en sus discursos son reales, ¿cómo permite
Dios que este Profeta termine sus días siendo tratado como un hombre marginado
socialmente?
Si Jesús es Hijo de Dios, ¿por qué no lo libró Yahveh de caer en manos de sus
enemigos?
¿Por qué permitió Dios que Jesús fuera afrentado y sometido a una dura prueba
por quienes intentaron hacer llegar al Mesías al límite de su paciencia?
¿Sería posible creer el primer Viernes Santo, ante Jesús maltratado y moribundo,
que realmente Dios se apiadaría del Mesías?
Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, y les restableció la fe a sus
Apóstoles, los tales debieron recordar cómo fueron perseguidos y asesinados
grandes personajes del Antiguo Testamento, por reflejar en su vida la actitud de
Nuestro Salvador. Cuando comprendieron el significado de la cruz, los Apóstoles del
Señor, no solo aceptaron el sacrificio de su Maestro, sino que se mostraron
dispuestos a ser torturados hasta morir, si ello era necesario, con tal de contribuir a
la realización del designio divino de salvar a la humanidad.
Los grandes ejemplos de fe viva no se extinguieron a partir del día en que fue
escrita la última página del Apocalipsis, -el último libro de la Biblia-, pues, aunque
los grandes ejemplos de heroísmo silencioso no destacan tanto como la tiranía de
quienes carecen de escrúpulos, no podemos dejar de sorprendernos, quienes
tenemos la oportunidad de conocer a quienes son capaces de transmitir fe,
determinación para superar el dolor, optimismo y alegría, a pesar de los
padecimientos que soportan estoicamente.
Quienes amaban a Jesús y lo vieron morir en Getsemaní, debieron preguntarse
muchas veces cómo fue posible que Dios viera fallecer a su Unigénito y no lo
evitara, y nosotros, cuando pensamos en quienes están enfermos, carecen de
dádivas espirituales y/o materiales, y viven desamparados, nos preguntamos cómo
es posible que Dios permita que los tales vivan tan difíciles situaciones.
Se nos ha dicho que el dolor tiene un importante sentido redentor, y, quienes lo
hemos padecido, hemos constatado que, si aprendemos a convivir con él cuando no
podemos evitarlo, nos ayuda a crecer a nivel espiritual. Se nos ha dicho que lo que
no mata fortalece, y que no hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista.
No se trata de amar el dolor por sí mismo, sino de aprender a convivir con él
cuando no tengamos más remedio que soportarlo, evitando en cuanto nos sea
posible pasar el tiempo quejándonos, para que así podamos aprovechar todos los
bienes que Dios nos concede.
2. Meditación de ST. 3, 16-4, 3.
"Queridos hermanos:
Donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda clase de males.
La sabiduría que viene de arriba ante todo es pura y, además, es amante de la paz,
comprensiva, dócil, llena de misericordia y buenas obras, constante, sincera.
Los que procuran la paz están sembrando la paz, y su fruto es la justicia" (ST. 3,
16-18).
Nuestra manera de hablar y actuar indican la sabiduría que nos caracteriza.
Vivimos tomando decisiones a una velocidad vertiginosa. Desde que nos
levantamos pensando en la ropa que nos vamos a poner y en lo que tenemos que
hacer a lo largo del día, hasta que oramos antes de acostarnos, estamos tomando
decisiones casi sin descansar. Algunas de tales decisiones carecen de importancia, y
otras son relevantes. Si somos sabios, nos caracterizamos por evitar el desorden, y
por el deseo de vivir como buenos pacificadores. Si es importante anunciar el
Evangelio por medio de la predicación de discursos elocuentes, para que nuestras
palabras tengan credibilidad, tenemos que convencer a la humanidad de que Dios
es bueno haciendo el bien. Si somos capaces de vencer el mal haciendo el bien,
primeramente muchos nos aceptarán por respeto aunque no nos comprendan, y
con el paso del tiempo llegarán a creer en nuestro Padre común, porque lo
conocerán a través de nuestras palabras y buenas acciones, y no querrán vivir
distanciados de El.
Quizás muchos recordamos cómo cuando éramos pequeños nuestros padres nos
comparaban con aquellos hermanos nuestros cuya conducta era mejor que la
nuestra, ora porque ello era cierto, ora porque los amaban más que a nosotros.
Quizás cuando estudiábamos alguno de nuestros profesores nos comparó con el
mejor estudiante de nuestra clase, con tal de hacernos quedar mal y sintiéramos el
deseo de mejorar nuestras calificaciones, aunque quizás solo consiguió que no nos
gustara estar entre los torpes, y que no hiciéramos el mínimo esfuerzo para
intentar superarnos. Quizás hemos crecido envidiando a quienes son más
afortunados que nosotros, pensando con demasiada frecuencia que nunca
llegaremos a parecernos a ellos, sin caer en la cuenta de que, tales comparaciones,
simplemente, son odiosas.
Muchas veces, encontramos a quienes nos dicen, con buenas intenciones, que
podemos hacer lo que nos propongamos con desearlo simplemente, que será
imposible que fracasemos si definimos nuestra meta por medio de la manera en
que soñamos alcanzarla, y que debemos fijarnos metas altas para conseguir ver
realizados nuestros sueños, si no queremos sentir que todas nuestras vivencias son
inútiles.
Debemos pensar que para conseguir lo que queremos tenemos que hacer muchas
cosas aparte de soñar con nuestras metas. No seamos ingenuos como para creer
que alcanzaremos todo aquello con lo que soñemos, pues, antes de luchar por lo
que deseamos conseguir, debemos evaluar si ello es factible para nosotros. Si
sueño que me va a tocar la lotería, lo más seguro es que ello nunca me suceda,
pero, si consigo un trabajo bien remunerado, y sé administrar mi sueldo, no haré
nada incorrecto si sueño con tener mi propia vivienda, pues, o pido un préstamo
hipotecario para comprármela, o espero a tener el dinero necesario, para cumplir el
citado sueño.
Si se nos presiona -o nos presionamos- para llegar a ser como quienes son
enviviados por su status social, corremos un gran peligro de dejarnos arrastrar por
la avaricia. Si las personas a las que envidiamos trabajan con nosotros, quizás
caeremos en la tentación de hacerles la competencia deslealmente. Los cristianos
no detestamos todo lo que se puede alcanzar en esta vida y es bueno, pero
debemos cuidarnos de dejar de cumplir la voluntad de Dios, con tal de alcanzar lo
que otros tienen, valiéndonos de medios no relacionados con el cumplimiento de los
Mandamientos de la Ley de Dios.
La sabiduría divina nos enseña que no debemos compararnos con quienes son
más ricos, inteligentes y físicamente son más agraciados que nosotros, porque
todos tenemos una gran dignidad ante Nuestro padre común, y por ello debemos
amarnos como hermanos, evitando la vivencia del rencor.
De la misma manera que no es bueno el hecho de envidiar a quienes tienen una
buena posición social, si tenemos algo que compartir con quienes viven en un
estado inferior al nuestro, no debemos desamparar a los tales. Las desigualdades
existentes en el mundo entre países y clases sociales, no han sido creadas por los
políticos, sino porque los hombres no nos amamos unos a otros, como para
comprender que todos tenemos la misma dignidad que Dios nos ha concedido, al
hacernos sus hijos.
Santiago nos dice en su Carta:
"¿De dónde proceden las guerras y las contiendas entre vosotros? ¿No es de
vuestras pasiones, que luchan en vuestros miembros?" (ST. 4, 1).
El hecho de querer tener una vida placentera no es pecaminoso, de hecho, es
legítimo, siempre que no nos valgamos de la pobreza o la debilidad de otras
personas, para conseguir lo que queramos. Apoyemos este razonamiento, en los
siguientes textos bíblicos:
"Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las
luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación" (ST. 1, 17).
"Porque todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse, si se toma con
acción de gracias; porque por la palabra de Dios y por la oración es santificado" (1
TIM. 4, 4-5).
Los bienes materiales no están relacionados con el pecado, pero si la consecución
de los mismos exige la explotación de los más débiles, y la evitación del
cumplimiento de la voluntad de Dios, entonces, el alcance de tales bienes, es
pecaminoso. Tal como vimos en el Evangelio del Domingo XXIV del tiempo
Ordinario (MC. 8, 27-35), y recordaremos al meditar el Evangelio de hoy (MC. 9,
30-37), hemos sido invitados a disfrutar del placer de amar y ser amados tanto por
Dios como por sus hijos, y a renunciar al placer que algunos autores bíblicos
denominaron "amistad con el mundo", consistente en amar el poder, las riquezas,
el prestigio y los vicios, en vez de amar a Dios, y a nuestros hermanos los hombres.
Tenemos problemas unos con otros porque nunca faltan quienes se dejan
arrastrar por los fatuos deseos excesivos de poder, riqueza y prestigio. No nos
faltan conflictos, porque nuestra mayor riqueza, no es el amor a Dios y a sus hijos,
sino la avaricia, la envidia, y el excesivo apego a los bienes materiales.
Queremos más bienes materiales de los que tenemos, y no nos esforzamos en
alcanzar el mayor de los bienes, que es el amor a Dios y a sus hijos. Dios no
necesita que lo amemos para amarnos, pero no le sentimos cerca de nosotros,
porque no hemos aprendido a amarlo como se merece, ni queremos hacerlo,
porque nuestra mente está muy ocupada pensando en la mejoría de nuestro status
social, y en la resolución de los problemas que nos afectan, muchas veces, porque
los causamos nosotros mismos.
Quizá pasamos la vida trabajando, no encontramos tiempo para dedicárselo a
nuestros familiares y obviamos el conocimiento de Dios. Muchos se ven obligados a
trabajar sin descanso día y noche porque quienes los explotan se aprovechan de su
extrema humildad, pero otros viven dedicados por completo a la realización de sus
actividades laborales, porque la consecución de riquezas es lo que más aprecian.
Los cristianos tenemos que trabajar para contribuir al mantenimiento de nuestros
familiares, pero también tenemos que compartir nuestro tiempo con ellos, y crecer
espiritualmente, para poderles hacer frente a las dificultades que no nos faltarán
dignamente, tal como debemos hacerlo los hijos de Dios.
Oremos para que la ambición no nos ciegue hasta el punto de que deseemos
conseguir lo que anhelamos a nivel material por medio del empleo de mentiras y el
uso de la violencia. Dios sabe perfectamente lo que nos conviene, y por ello
utilizará nuestras circunstancias vitales, independientemente de que estemos sanos
o enfermos, y de que seamos ricos o pobres, para purificarnos, santificarnos, y
conducirnos a su presencia, cuando nuestra tierra sea su Reino de amor y paz.
Santiago nos sigue diciendo en el fragmento de su Carta Universal, que
constituye la segunda lectura de hoy:
"Codiciáis y no tenéis; matáis, ardéis en envidia y no alcanzáis nada; os combatís
y os hacéis la guerra.
No tenéis, porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, para dar
satisfacción a vuestras pasiones" (ST. 4, 2-3).
De la misma manera que nos interrogamos sobre la forma de proceder de Dios
porque no alivia nuestros padecimientos cuando queremos que actúe en nuestra
vida, ignorando que su forma de proceder es distinta a la nuestra, quizás cuando
oramos creemos que Nuestro Santo Padre no nos concede lo que le pedimos,
porque nuestra falta de fe nos impide comunicarle las necesidades que nos
caracterizan, porque le hacemos mal las peticiones en que pensamos, o porque, a
la hora de pedir dádivas, solo pensamos en nosotros.
No olvidemos que, por haber sido llamados a trabajar para que toda la
humanidad sea una sola familia, tenemos que refugiarnos en la oración para sentir
que Dios nos ayuda a realizar la difícil misión que nos ha encomendado, que las
oraciones no deben reducirse a meras súplicas, que podemos hablar con Nuestro
Santo Padre con plena confianza de cualquier cosa, y que, más que esforzarnos por
ganar la aprobación de Dios, debemos pedirle que nos ayude a amoldarnos al
cumplimiento de su voluntad, porque, cuando ello suceda, sin percatarnos de lo que
hemos conseguido, constataremos que el Señor se regocija plenamente en
nosotros, y por eso sentimos que nos ama inmensamente.
"Cristo dio su vida por nosotros. Así hemos conocido lo que es el amor; nosotros
debemos dar también la vida por los hermanos. Ahora bien, si quien nada en la
abundancia ve que su hermano está necesitado y le cierra el corazón, ¿tendrá valor
para decir que ama a Dios? Hijos míos, ¡obras son amores y no buenas razones!
Esta será la señal de que militamos en las filas de la verdad y de que podemos
sentirnos seguros en presencia de Dios: que si alguna vez nos acusa la conciencia,
Dios está muy por encima de nuestra conciencia y lo sabe todo. Si, por el contrario,
queridos hermanos, la conciencia no nos acusa, crece nuestra confianza en Dios. Y
él nos concederá todo lo que le pidamos, porque cumplimos sus mandamientos y
hacemos cuanto le agrada" (1 JN. 3, 16-22).
3. Meditación de MC. 9, 30-37.
"En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y
atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus
discípulos. Les decía:
—«EL Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán;
y, después de muerto, a los tres días resucitará." (MC. 9, 30-31).
Si reflexionamos sobre la dedicación de Jesús a la Evangelización y a la
realización de obras benéficas, no podemos dejar de sentir una gran admiración.
Jesús adoctrinaba a las multitudes durante el día, instruía a sus discípulos cuando
no enseñaba a las multitudes y durante las noches, y oraba cuando sus amigos
dormían sintiendo tanto amor hacia nuestro Santo Padre y sus hijos los hombres,
que llegó a pasar muchas noches sin dormir para poder comunicarse con el Padre,
sin que ningún asunto interrumpiera su conversación.
El tiempo de orar era sagrado para Jesús. Dado que el Señor pensaba que la
predicación del Evangelio y la realización de obras benéficas eran inaplazables, oró
durante las noches, sacrificando horas de sueño, para deleitarse en la presencia de
Nuestro Padre común.
¿Somos conscientes de que Dios escucha nuestras oraciones?
¿Oramos impulsados por el amor y la fe que sentimos con respecto a Dios y a sus
Santos, o pronunciamos palabras mecánicamente, haciendo de la oración una
pesada rutina?
¿Utilizamos oraciones conocidas para dirigirnos a Dios en nuestros ratos de
contemplación, y le hablamos con nuestras propias palabras?
Jesús se esforzaba en hacerse entender por sus oyentes cuando les predicaba el
Evangelio, pues sabía que, cuanto menor es el conocimiento de Dios que tenemos,
mayor es el riesgo que corremos, de no creer en El, pero Nuestro Salvador también
era consciente de que tenía que ocuparse seriamente de la formación de sus
discípulos, pues, cuando aconteciera su Ascensión al cielo, cuarenta días después
de su Resurrección, ellos serían los continuadores de su obra evangelizadora y
salvadora.
Nos es imposible tener una gran fe apenas conocemos al Señor. Nuestra
experiencia nos recuerda que no podemos alcanzar un notable crecimiento
espiritual en poco tiempo. Pensemos que, si los discípulos que convivían con Jesús,
le oían predicarles a las multitudes constantemente, y tenían su propio ciclo
formativo, necesitaban dejar su actividad evangelizadora ocasionalmente, para
retirarse del mundo, para que ninguna distracción les impidiera crecer
espiritualmente, para posteriormente poder sentirse capacitados por el Espíritu
Santo, para cumplir la voluntad de Nuestro Santo Padre celestial, ¿cuán grande
será nuestra necesidad de alternar nuestras relaciones familiares, el tiempo que le
dedicamos al trabajo, a nuestros amigos y a las actividades de ocio que
desempeñamos, y el tiempo que debemos tener para crecer espiritualmente, si
consideramos que no nos dedicamos a meditar la Palabra de Dios, con el deseo de
ser mejores cristianos, el tiempo que necesitamos hacerlo?
"Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle" (MC. 9, 32).
Los discípulos de Jesús no entendían la razón por la que el Maestro observaba
una conducta suicida, pues ello no era realista desde su punto de vista humano, y
carecía totalmente de lógica, si consideraban que, ya que el Señor estaba dotado
con el poder de Dios, no tenía sentido, el hecho de que, el Mesías, se dejara
asesinar.
¿Estaban incapacitados los discípulos de Jesús para comprender la conducta de
Nuestro Maestro, o no les convenía comprender a Nuestro Salvador, porque tenían
pretensiones muy diferentes a las de Jesús?
¿Radicaría la dificultad que los discípulos tenían para entender la manera de
actuar de Jesús en que, en vez de tener el deseo de alcanzar la mayor glorificación
por medio del mayor sufrimiento para sí mismos y sus seguidores, estaban
obstinados en alcanzar poder, riqueza y prestigio, valiéndose de Nuestro Redentor y
del Evangelio, como medios para ver realizados sus sueños?
Muchas veces me sucede que, cuando algunos amigos me tienen confianza, me
dicen quedamente que no debo dedicarme a la difusión de la Palabra de Dios tal
como lo hago, porque nadie me agradece esta actividad que realizo, y porque ello
no me reporta ninguna ganancia económica. En algunas ocasiones, quienes saben
de las horas que invierto en estudiar y orar para escribir las meditaciones
dominicales de Padre nuestro, me presionan para que no le dedique tanto tiempo a
la Evangelización, diciéndome que, algún día, me arrepentiré de haber perdido
tantas horas.
Jesús no nos prometió a sus seguidores que nos iban a sobrar las riquezas, las
comodidades y los placeres en este mundo, pero, en cambio, nos aseguró que
nunca nos faltarían dificultades que superar. Vivimos en una sociedad utilitarista en
que para mucha gente carece de sentido el hecho de esforzarnos para realizar
actividades que no nos aportan beneficios materiales.
¿Por qué los discípulos no le preguntaban a Jesús sobre el significado de sus
palabras?
Los amigos de Jesús recordaban cómo Jesús llamó Satanás a Pedro en la ocasión
en que les anunció su Pasión, muerte y Resurrección por primera vez, y no querían
ser reprendidos seriamente otra vez, porque el Señor parecía estar muy seguro de
lo que quería hacer, por más que no contaba con la aprobación de sus amigos para
realizar su propósito, porque todos lo amaban demasiado, como para resignarse a
perderlo, porque no podían imaginarse que iba a resucitar de entre los muertos.
Los amigos de Jesús tenían miedo al pensar en lo que podría sucederles si Jesús
moría. Esta es la razón por la que no comentaban sus profecías, porque, dado que
no creían que el Maestro resucitaría de entre los muertos, no sabían qué sería de
sus vidas, pues, en el mejor de los casos, en que no fueran perseguidos, nunca
podrían evitar la sensación de fracaso al volver a realizar sus actividades cotidianas,
teniendo en cuenta que habían trabajado para lograr un gran ideal, a pesar de que
se obstinaban en reducir el mismo a la constitución de un Reino, en que ellos
ocuparían cargos de máxima importancia, lo cual sería sumamente beneficioso para
ellos.
"Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó:
—«¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más
importante" (MC. 9, 33-34).
Jesús les recordó a sus amigos lo que le iba a suceder en Jerusalén, los dejó solos
para que meditaran, y ellos discutieron entre sí, para ver quién tendría la suerte de
asumir la responsabilidad de ser el nuevo líder de la comunidad que fue fundada
por Jesús. ¿A quién le importaba la grandeza de hacer el bien, si la comparaba con
el poder que podría obtener, si utilizara la Evangelización y la realización de obras
benéficas, para conseguir riquezas y prestigio?
Jesús intentó que sus amigos le dijeran sobre qué habían discutido, pero ellos
guardaron silencio, quizás porque no quisieron discutir con El sobre las diferencias
existentes entre sus puntos de vista, porque lo amaban, ya que lo veían fanatizado
con la idea de suicidarse inútilmente al ponerse a disposición de sus enemigos, o
quizás porque se sintieron avergonzados, porque, aunque Jesús quería morir contra
toda lógica humana, mientras que pensaba en el ideal de hacer de la humanidad
una familia, ellos actuaban como enemigos, pues aún no aprendieron a amarse y
respetarse como hermanos, y estaban muy lejos de hacerlo.
Si estimamos a Jesús, pero no nos decidimos a renunciar a nuestra condición
egoísta, tenemos que constatar que, al comparar los motivos que impulsaron a
Jesús a redimirnos con los ideales que caracterizan nuestra existencia, no podemos
evitar sentir cierta sensación de tristeza. La evitación del pecado es semejante al
tratamiento de una enfermedad. Tal como muchos enfermos tienen que soportar el
dolor que les producen las inyecciones de morfina para sentir que se les reduce el
dolor que sienten el cual es causado por sus enfermedades, la renuncia al pecado
entraña muchas dificultades, pero nos aporta el beneficio de sentir que Dios nos
purifica, y nos dispone a vivir en la presencia de Nuestro Padre común, según lo
aceptamos, nos adaptamos al cumplimiento de su voluntad, y nos disponemos a
amar a nuestros prójimos los hombres, especialmente a aquellos que nos han
herido, a quienes, con el lento paso del tiempo, tenemos que aprender a no
guardarles rencor.
No hagamos distinción entre las aspiraciones de Cristo y las nuestras. Ello será
posible para nosotros, si renunciamos a todo cuanto nos separa de Dios, y hacemos
nuestras las pretensiones de Nuestro Salvador. San Pablo nos demuestra que es
posible hacer lo que os indico en este párrafo, en los siguientes términos:
"Quiero conocer a Cristo, experimentar el poder de su resurrección, compartir sus
padecimientos y morir su misma muerte. Espero así alcanzar en la resurrección el
triunfo sobre la muerte" (FLP. 3, 10-11).
"Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
—«Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
—«El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me
acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»" (MC. 9, 35-37).
Los niños, por causa de su indefensión, eran considerados por los judíos como
poco superiores a los esclavos, e inferiores a las mujeres. Jesús abrazó a un niño
para ejemplificarles a sus amigos la necesidad existente de que contemplaran la
posibilidad de dedicarse a servir a los más humildes, pero ellos solo pudieron
comprender y aceptar las palabras de Nuestro Señor plenamente, cuando el Mesías
resucitó de entre los muertos, ascendió al cielo, y recibieron el Espíritu Santo.
¿Qué podremos ganar si servimos a aquellos que no cuentan para el mundo?
¿Nos bastará la satisfacción de hacer el bien para sentirnos compensados si
decidimos cumplir la voluntad de Dios, o hemos tomado la resolución firme de no
hacer nada por los que sufren, si no nos compensan con dinero debidamente por
ello?
Gracias a Dios, en nuestro tiempo, los niños tienen derechos reconocidos en
muchos países. Nosotros, además de tratarlos bien, debemos poner la catequesis
infantil y juvenil, a la altura que debe ser tenida la instrucción de los adultos. Todos
tenemos derecho a conocer la Palabra de Dios. Los niños y los que sufren por
cualquier causa, tienen derecho a sentirse amados, protegidos, y capacitados para
superar grandes dificultades, sin sentirse desamparados.
Concluyamos esta meditación, pidiéndole a Nuestro Santo Padre celestial, que
nos ayude a aceptarlo, con la misma sinceridad que los niños confían en sus
padres, de quienes solo esperan amor, comprensión, y la educación que hará de
ellos los hombres y mujeres del futuro, que, en el caso de ser cristianos, deberán
estar preparados, para contribuir a hacer de nuestra tierra, el Reino de amor y paz,
del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, a quienes les pido que os colmen de
bendiciones, y os concedan la plenitud de la felicidad. Amén.
José Portillo Pérez
joseportilloperez@gmail.com