XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Segunda Lectura: St. 3, 16 – 4, 3:
Los pacíficos siembran la paz y cosechan frutos de justicia
Día a día vemos cómo la ira, el odio, el deseo de venganza, el deseo de
tomar la justicia por las propias manos, lleva a la agresión verbal o física entre las
personas, a riñas y peleas, venganzas, asesinatos, luchas fratricidas, guerras,
conflictos interminables, escaladas de violencia que parecen nunca acabar. ¿No ha
causado esa violencia, ese odio, ese rencor, ese deseo de venganza, más muertes
que cualquier desastre natural? ¿No parece ser el hombre el peor y más cruel
enemigo del hombre? ¡No pocas veces la paz se hace tan esquiva, tan difícil de
alcanzar! Pareciera imposible que el buen entendimiento y la pacífica convivencia
entre los seres humanos perdure. Es precisamente lo que nos advierte el Apóstol
Santiago en la Segunda Lectura (St. 3, 16 – 4, 3), la cual vale la pena detallar,
porque con frecuencia caemos en estos desórdenes de que nos habla Santiago y
que vemos en nuestro mundo.
En la raíz del odio, de todo espíritu de contienda, de los deseos de venganza,
de la violencia contra los inocentes, de las envidias y rivalidades, están “esas
pasiones que luchan” en el interior del hombre. Santiago sostiene que las luchas
externas son consecuencia y manifestación de una lucha invisible, que se libra en el
interior de la persona misma. Esa lucha interior, esa falta de armonía y
reconciliación personal, se proyecta hacia fuera en una actitud agresiva y conflictiva
para con los demás.
Ante esta realidad, que es fruto del pecado, el Apóstol invita a abandonar
cualquier espíritu de contienda abriéndose a “la sabiduría que viene de arriba”. Vivir
de acuerdo a los criterios del “mundo” lleva a guerras y divisiones, en cambio vivir
de acuerdo a las enseñanzas divinas trae la paz y lleva a una convivencia pacífica,
plena de frutos buenos. Un cambio de mentalidad es necesario para la conversión.
Nadie está libre de esta lucha interior, alentada por las pasiones
desordenadas. También los Apóstoles (Evangelio) experimentan las “pasiones que
luchan en su interior”, la ambición que lleva a querer ser “el primero” en lo que se
refiere a puestos de honor, de poder, de dignidad. La ambición de la primacía, el
deseo de querer estar por encima de los demás, entrampa a los discípulos en una
poco fraternal discusión: ¿quién de ellos es el más importante? Llegados a casa, el
Señor les pregunta sobre lo que andaban discutiendo por el camino. Evidentemente
el Señor conoce la respuesta, pero quiere que ellos mismos expongan a la luz lo
que pretendían discutir en secreto, “entre ellos”. Ninguno responde, callan por
vergüenza. Entonces el Señor convoca a sus Apóstoles, une en torno a sí a quienes
la discusión por los primeros puestos había dividido, atrae a aquellos que necesitan
aprender a dominar y encauzar rectamente aquellas pasiones que, de lo contrario,
servirán tan sólo para encender envidias y promover rivalidades y divisiones.
El Señor Jesús, una vez reunidos, los invita a una profunda conversión,
mediante el cambio de criterios errados que responden a pasiones desordenadas
por “la sabiduría que viene de arriba”. Según esta sabiduría, tan opuesta a la
mentalidad del mundo, “quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el
servidor de todos”. A quienes llama a asumir los primeros puestos en su Iglesia,
puestos de poder y de gobierno, les invita a comprender su ministerio en clave de
servicio, y no como una ocasión para “engrandecerse”, para alimentar su orgullo y
vanidad, para sentirse superiores a los demás, dignos de mayor honor y dignidad.
Una vez revestidos del poder de Cristo, habrán de ser servidores de todos, imitando
al Maestro que vino no a ser servido sino a servir y dar la vida en rescate por todos.
Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio. “El que
quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su esclavo” (Mt 20,26). El ejercicio
de una autoridad está moralmente regulado por su origen divino, su naturaleza
racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o establecer lo que es
contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural (CEC 2235).
Termino con el mensaje, que el Pablo VI pronunció para la celebración de la
XI jornada de la paz 1 de enero de 1978: «Ustedes, (…), deben acostumbrarse a
amar a todos, a dar a la sociedad el aspecto de una comunidad más buena, más
honesta, más solidaria. ¿Quieren verdaderamente ser hombres y no lobos?
¿Queréis verdaderamente tener el mérito y la alegría de hacer el bien, de ayudar a
quien lo necesita, de realizar alguna obra buena con el único premio de la
conciencia? Pues bien, recuerden las palabras pronunciadas por Jesús durante la
última Cena, la noche anterior a su pasión. Él dijo: “Un mandamiento nuevo les
doy: que se amen los unos a los otros… En estos conocerán que son mis discípulos:
si tienen amor unos para con otros” (Jn 13, 34-35). Este es el signo de nuestra
autenticidad, humana y cristiana, quererse bien los unos a los otros. Esta es
nuestra consigna: ¡No a la violencia, sí a la Paz! ¡Sí a Dios!» Padre Félix Castro
Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)