Comentario al evangelio del Domingo 23 de Septiembre del 2012
La cruz elegida y la elección del servicio
Jesús continúa con sus discípulos la enseñanza sobre
la cruz que había iniciado en Cesárea de Filipo. La incomprensión y oposición que esta enseñanza
provoca hace que Jesús la limite exclusivamente a los más cercanos y que evite el encuentro con las
masas. En verdad el mensaje de la cruz sólo puede ser comprendido en el trato personal con el Maestro
y, aún así, entenderlo y, sobre todo, aceptarlo no es cosa fácil. Y más si nos damos cuenta de que la
cruz no es sólo la aceptación resignada de males que no podemos evitar, sino también un destino
elegido. Esta es la clave que nos ofrece la primera lectura. Como un eco de los poemas del siervo de
Yahvé del segundo Isaías (cf. Is 42, 1-7; 49, 1-7; 50, 4-9; 52, 13-15. 53, 10) este texto nos habla de la
persecución del justo, que, en un dramático crescendo, llega hasta la condena a una muerte
ignominiosa. Existen, de hecho, formas pasivas de presencia de la cruz que no podemos ni debemos
buscar, como la enfermedad o la pobreza. Son males indeseables que, cuando resultan inevitables,
hemos de tratar de sobrellevar, descubriendo en ellos un sentido que nos une a la cruz de Jesucristo.
Pero, en la medida en que podamos evitarlos, debemos hacerlo. Jesús mismo alivia el hambre y la
enfermedad de los que sufren, enseñándonos con ello que también nosotros debemos ayudar a los que
padecen a superar sus males.
En cambio, el texto de la Sabiduría nos habla de una forma de sufrimiento que procede de la propia
coherencia de vida, del compromiso con la verdad y la justicia, de la fidelidad a la propia conciencia y
a Dios. No es raro que esta fidelidad y coherencia se atraigan la enemistad de algunos, del ambiente
dominante que nos rodea, que no puede soportar un comportamiento que, por sí mismo, y aun sin
pretenderlo, es una denuncia que pone al descubierto la inmoralidad entorno. La consecuencia de esta
coherencia suele ser el rechazo y la persecución, en ocasiones incruenta (ridiculizar, difamar, hacer el
vacío…), pero que a veces llega hasta el derramamiento de sangre. Se trata así de acallar la voz
incómoda del profeta, presionándola para que se amolde a formas de mal socialmente aceptadas. Y,
ante esta presión, el perseguido tiene que hacer una elección. Puede ceder y evitar la persecución
adaptándose, y renunciando así a su propia conciencia, a sus convicciones morales o religiosas. Pero, a
diferencia de las otras cruces, que en lo posible deben ser evitadas, aquí la única opción válida es la de
aceptar la persecución para mantenerse fiel a uno mismo, al bien, la verdad, la justicia y la fe. Es decir,
esta forma de cruz, si se presenta, ha de ser expresamente elegida, y siempre debemos estar en la
disposición de cargar con ella. Así hay que entender este caminar lúcido y libre de Jesús hacia
Jerusalén, donde sabe que le espera un proceso injusto y una muerte ignominiosa.
Este es el sentido de las palabras con las que Jesús cerraba el evangelio de la semana pasada: “el que
quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. Estas
palabras nos ayudan a comprender que elegir esta forma de cruz no tiene nada que ver con una especie
de masoquismo espiritual, ni de heroísmo trágico. El anuncio de la pasión va acompañado de la
profecía de la resurrección. El mensaje de la cruz es un mensaje pascual, que sin ocultar el rostro
terrible y amenazante de la muerte, y una muerte de cruz (es decir, atroz e injusta), habla también del
triunfo final del bien, de la justicia y de la Vida.
La instrucción a los discípulos, que de momento son incapaces de entender, significa que quien sigue a
Jesús ha de aceptar no sólo el hecho de su trágico final, sino la disposición a vivir del mismo modo que
él, con la misma coherencia y con las consecuencias negativas que pueden sobrevenir, como el único
camino de salvación verdadera. Es una instrucción importante porque, como se ve en el texto de hoy,
mientras Jesús les habla de su próxima pasión, ellos están preocupados por el éxito en este mundo, por
alcanzar posiciones de prestigio y poder, que incluso se disputan entre ellos. Se puede decir que, al
menos de momento, están en ondas completamente distintas. Pero Jesús no desespera por ello. Al
contrario, toma pie en esa discusión de los apóstoles para introducirlos en la sabiduría de la cruz por la
vía pedagógica del espíritu de servicio.
Frente a la lógica del poder, que busca el reconocimiento, la fama, la riqueza, el ser servido, Jesús
propone otra forma de primacía: por un lado, hacerse servidor. No se trata de adoptar un espíritu servil,
sino de hacer una libre elección. El servicio realizado libremente es parte de la esencia del amor. Pero,
para ello, hay que dejar a un lado las actitudes arrogantes y autosuficientes. Y aquí entra en juego la
enseñanza sobre los niños. Estos eran en la cultura del momento el prototipo de la insignificancia
social. Jesús toma un niño y lo abraza, y lo señala como “el primero” y el más importante. Es claro que
para los apóstoles el más importante era Jesús, al que confesaban como Mesías e Hijo de Dios. Pues
bien, Jesús les dice que para acogerle a él, el más importante, tienen que acoger a los que, según los
parámetros sociales, carecen de importancia, como ese niño, del que hace sacramento de su persona; y
acogiéndole a él en los más pequeños acogen al mismo Dios. El verdadero camino de seguimiento de
Jesús, que conduce a la salvación y a la vida, es el camino de la pequeñez (como la “infancia
espiritual” de santa Teresa de Lisieux), del servicio y de la cruz.
La carta de Santiago nos da un cumplido ejemplo de esta sabiduría de la cruz. Cuando uno elige “ser
importante”, “el más importante”, surge inmediatamente el conflicto, la envidia, la rivalidad, el
desorden y toda clase de males. Esto es lo que sucede cuando uno pretende ante todo dar satisfacción a
sus pasiones, poniendo a su servicio a los demás y las cosas más sagradas. Como atestigua Santiago,
esto puede pasar incluso en el seno de la comunidad cristiana. Lo que indica hasta qué punto muchos
creyentes siguen y seguimos sin entender ni aceptar el camino de la cruz y del servicio que nos
propone Jesús. Y si esto es así, ¿qué testimonio pueden (podemos) dar? ¿Cómo anunciar el evangelio
de Jesucristo, del amor y de la paz, si vivimos en contradicción con la enseñanza de nuestro Maestro?
Cuando tal sucede, ¿no estamos volviendo sosa la sal y escondiendo la luz bajo el celemín? (cf. Mt 5,
13-16). Una fe vivida de modo tan incoherente hace estéril nuestra vida y vacía nuestra oración. Pero,
no lo olvidemos, los discípulos tampoco entendieron enseguida las enseñanzas de Jesús. Igual que
ellos, también nosotros estamos en camino, y tenemos la posibilidad de volvernos a la escucha de la
Palabra, que es el mismo Cristo, y que nos comunica la sabiduría que viene de arriba, con sus actitudes
de paz, comprensión, tolerancia y misericordia, y que da frutos de justicia y buenas obras, de servicio
constante y sincero. Esta es la consecuencia de la escucha, acogida y comprensión de la Palabra del
Señor, de la sabiduría de la cruz: convertirnos en mensajeros y agentes de paz, primero en la propia
comunidad cristiana y, después, en el mundo entero.
José María Vegas, cmf