XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Discípulos del crucificado
El evangelio de Marcos tiene su centro literario y teológico en el pasaje de este
domingo (Mc 8,27-35). En él Jesús plantea abiertamente la cuestión de su
identidad, muestra a los discípulos su destino y los invita a un seguimiento radical.
Esta escena permite dividir la obra de Marcos en dos partes muy bien diferenciadas,
las mismas que se apreciarán en los evangelios de Mateo y de Lucas.
Jesús ha aparecido en la primera parte del Evangelo como mensajero del Reino de
Dios y su actividad es la que hace cercana, próxima e inminente la llegada de ese
Reino. Durante el tiempo de su actividad pública, que tuvo lugar en la zona judía de
Galilea, sobre todo en torno al mar de Genesaret, en la ciudad de Cafarnaún y en la
orilla pagana del lago, Jesús ha realizado gran parte de sus milagros como una
serie de prodigios propios de los tiempos mesiánicos. En Marcos, la curación de los
endemoniados, del leproso, del paralítico y de otros muchos enfermos, la curación
de la hemorroisa y la resurrección de la hija de Jairo, la intervención de Jesús
calmando al viento y al mar en medio de la tempestad, la curación del sordo
tartamudo y del ciego de Betsaida y el doble reparto entre las multitudes
hambrientas del pan partido, tanto en zona judía como pagana, son todas ellas
manifestaciones extraordinarias de la grandeza de Jesús, que revelan la cercaní del
Reino de Dios. A través de estos signos, quienes los presenciaron y quienes los
conocemos mediante el relato evangélico, podemos preguntarnos qué clase de
hombre es éste y de dónde le viene su fuerza y su poder.
Estas actividades de Jesús se revelan además como actuaciones radicalmente
críticas contra instituciones religiosas judías, la del día del sábado, la ley, la
sinagoga y el templo y como apertura del Reino de Dios al mundo pagano, de modo
que también los extranjeros y gentiles tienen parte en la mesa común del banquete
mesiánico. Así se pone de manifiesto la enorme autoridad moral de Jesús frente a
las autoridades del Israel religioso.
Aqulla pregunta abierta de Jesús en el evangelio de hoy nos interpela también a
nosotros: “¿Quién decís vosotros que soy yo?” Los discípulos fueron capaces de
comprender que Él era el Mesías. Sin embargo, no eran conscientes aún de las
implicaciones y consecuencias que ese reconocimiento llevaría consigo y Jesús
empieza a corregir inmediatamente sus concepciones mesiánicas y religiosas. En la
segunda parte del Evangelio se desvelará de qué modo Jesús entiende su
mesianismo. El primer anuncio de su muerte en la cruz como destino ineludible de
su actuación mesiánica no cabe en las expectativas de Pedro ni de los discípulos.
Éstos han reconocido al Mesías pero no han percibido las consecuencias y las
exigencias de un mesianismo que acabará en la cruz por anteponer el Reino de Dios
y su justicia al templo y al sistema del culto y por colocar al ser humano necesitado
en el centro de atención de la vida religiosa. A esto mismo quedamos invitados con
los discípulos todos los que hoy leemos y escuchamos el evangelio, pues de lo
contrario la fe que decimos profesar es una fe muerta. Frente a una religiosidad
inoperante y muerta, la carta de Santiago insiste en que la religión auténtica según
Dios Padre consiste en atender al marginado e indefenso, al huérfano y a la viuda,
al hambriento y al desnudo.
La invitación final del evangelio a “tomar la cruz y seguir a Jesús” no son dos cosas
sino una sola, porque la una implica la otra. El verbo “seguir” es típico de los
evangelios y significa mantener una relación de cercanía a alguien, gracias a una
actividad de movimiento, subordinado al de esa persona. Tomar la cruz es la
consecuencia vinculada directamente al seguimiento radical: “Si uno quiere seguir
en pos de mí, que se niegue a sí mismo, y coja su cruz y me siga” (Mc 8,34) y ha
sido ejemplificada particularmente en la escena del Cirineo que “tomó la cruz de
Jesús” (cf. Mc 14,21; Mt 27,32) y lo siguió. Tomar la Cruz implica un cambio de
vida continuo de renuncia a uno mismo para entregarse a la persona de Jesús y
seguir sus huellas en una trayectoria de vida, marcada por los pasos que él nos ha
trazado para anunciarnos el Reino de Dios, hasta dar la vida por su causa. Más la
referencia personal a Jesús acompaña a los dos verbos. No se trata de ir a la deriva
por el mundo sino con Él y detrás de Él, siguiendo sus pasos, sus enseñanzas, su
evangelio y con Su cruz. No nos inventemos más cruces ni sacrificios, pues
bastantes cruces hay ya en nuestro mundo. Sólo debemos abrir los ojos para
percibirlas y allí actuar como Cirineos. Tanto la cruz como el seguimiento radical no
se pueden entender bien si no van acompañados de un profundo amor a Jesús. Por
amor a Jesús, a quien seguimos con su cruz, hemos de mirar a los que entre
nosotros llevan la cruz: los enfermos y ancianos, los inmigrantes y marginados, los
pobres y indigentes, los condenados a una muerte lenta por carencia de medios de
vida en un planeta que podría alimentar a otra humanidad más que hubiera, los
niños abandonados, explotados y maltratados, los eliminados antes de nacer, las
mujeres maltratadas o golpeadas. Tomemos estas cruces como nuestras por amor
a Jesús para que nuestra fe se avive y nuestro seguimiento como discípulos y
discípulas sea más fiel.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura