Comentario al evangelio del Domingo 30 de Septiembre del 2012
La radicalidad de la apertura
En las dos semanas pasadas Jesús nos ha anunciado el
difícil mensaje de la Cruz. La fe vivida con coherencia implica la disposición a aceptar persecuciones
y, si llega el caso, al sacrificio de la propia vida. Pero la disposición al martirio no debe convertirse en
los creyentes en victimismo, en cerrazón sectaria o en un rigorismo pronto a condenar a los demás.
Existe, en efecto, un rigorismo de la fe que puede llevar al fanatismo, a la negación del distinto, a la
disposición a acabar violentamente con los “desviados”. Por desgracia, la historia ha sido generosa en
ejemplos de esta perversión de la experiencia religiosa, y hoy mismo abundan los fundamentalismos,
más prontos a matar que a dar la vida, pese que algunos de estos matones se autodenominen
“mártires”.
El Evangelio de Jesús es, por el contrario, un espíritu de apertura que, sin renunciar a las propias
convicciones religiosas y morales, incluso estando dispuesto a dar la vida por ellas, sabe descubrir las
huellas del Dios en todo el mundo. Es esta apertura la que nos enseña Jesús en el evangelio de hoy
cuando, de modo similar a lo que hace Moisés con Josué, corrige el exceso de celo de Juan: no se debe
impedir a otros hacer el bien en el nombre de Jesús, pues quien “no está contra nosotros, está a favor
nuestro”. Es verdad que en otros momentos Jesús parece expresar casi lo contrario, cuando afirma que
“el que no está conmigo está contra mí” (Mt 12, 30 y Lc 11, 23). Pero esa contradicción es sólo
aparente, pues la verdadera cuestión es en qué consiste “estar con Jesús”. No se puede entender este
“estar con Jesús” como una actitud numantina, cerrada y a la defensiva, excluyente y agresiva con toda
forma de diversidad. Al contrario, desde la experiencia del encuentro con Jesús y la confesión de él
como el Cristo, el creyente sale de sí hacia el mundo con un corazón nuevo y una mirada transfigurada
para ver las semillas del Verbo presentes en la creación, para, como nos exhorta San Pablo, tener en
cuenta “todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo
cuanto es virtud y cosa digna de elogio” (Flp 4, 8), no para condenar al mundo, sino para que el mundo
se salve por Él (Jn 3, 17), para buscar y rescatar lo que estaba perdido (cf. Lc 19, 10).
Así pues, la confesión del nombre de Jesús como el Mesías y el Salvador del mundo en el altar de la
Cruz produce un anuncio que no es una conquista, una campaña para hacer prosélitos para el propio
partido, esto es, para la propia parcialidad, sino una proclamación de que el bien y la verdad y la
belleza, y todo lo que de positivo hay en el mundo, tienen una raíz (un Creador) y también una meta
(un Salvador) que ha venido a visitarnos y con el que podemos encontrarnos. Es un anuncio que no
violenta ni impone su verdad, sino que la propone desde el respeto a la libertad de cada uno y desde el
reconocimiento de la bondad presente en cada ser humano, en cada pueblo y cultura. Sólo desde esa
positividad se pueden y deben denunciar las formas de maldad presentes también en el mundo, y que
impiden una plenitud, que ahora es posible precisamente porque la fuente del bien y la verdad se ha
encarnado y hecho cercano en Jesucristo. Este espíritu de apertura y diálogo, que no impone sino que
propone, ve en los otros no sólo “destinatarios” de la misión, sino sobre todo “interlocutores” con los
que Dios, por medio de Jesús y de sus discípulos, quiere iniciar un diálogo. Porque sólo de forma
dialogal puede entenderse la revelación de un Dios que se nos ha manifestado como Palabra que
interpela nuestra libertad y nos llama a una respuesta libre.
El verdadero espíritu cristiano acepta y afirma que el bien no es patrimonio exclusivo de nadie. Ni tan
siquiera Jesús lo pretende, a tenor de su corrección a Juan. Jesús no deja que sus discípulos hagan de
él, el Maestro bueno, una propiedad privada. Pero no siendo patrimonio exclusivo de nadie, no por eso
deja de tener una fuente y una raíz: un Dios (el único bueno), fuente de todo bien y Padre suyo. Los
cristianos tenemos que hacer nuestra la apertura universal (católica) de Jesús, renunciando a poseerlo,
pero siendo radicales en la pertenencia a su persona, tratando de vivir como él vivió.
Esta pertenencia radical a Jesucristo, que se abre sin límites al bien presente por doquier, es lo que nos
hace entender la aparente intransigencia con toda forma de mal que el mismo Jesús nos propone en la
segunda parte del evangelio de hoy. El contraste puede sorprendernos, pero no debe hacerlo, pues la
pertenencia radical a Cristo nos debe llevar a romper con toda forma de mal, aunque ello nos parezca a
veces, desde la lógica de este mundo, una pérdida dolorosa. Así es como deben entenderse las llamadas
a perder un ojo, una mano o un pie. Porque la confesión de Jesús como el Cristo es la experiencia
positiva del Bien que nos viene al encuentro con rostro humano y que quiere alcanzar a todos (apertura
dialogal y universal), precisamente por eso hay que ser intransigente con el mal, que es un espíritu de
cerrazón y de exclusión. El que está dispuesto a dar la vida por el Bien y la Justicia, por la fe en
Jesucristo y en Dios Padre, ese tiene que renunciar (a veces con dolor) a falsas promesas de vida y
felicidad que se alcanzan a costa del bien de los demás (el escándalo de los pequeños y la explotación
de los pobres que denuncia Santiago), y, en realidad, a costa del propio y verdadero bien: el Reino de
Dios en el que merece la pena entrar tuerto o manco o cojo.
Frente al fanatismo intransigente del que está dispuesto a matar al que considera “infiel”, incluso
llegando al extremo de morir matando, el seguidor de Jesús se caracteriza por la radicalidad del que
está dispuesto a dar la vida por lo que cree, con el ánimo sereno de morir sin matar.
José María Vegas, cmf