XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Humanidad matrimonial
Padre Pedrojosé Ynaraja
El relato que aparece en la primera lectura de la misa de hoy, mis queridos jóvenes
lectores, es de un candor ingenuo, para trasmitirnos unas verdades fundamentales,
de manera que si se hubiese redactado de otra manera, perdería mucho encanto. El
peligro está en que, olvidando que es una lección catequética revelada, se crea
pertenece a una descripción histórico- científica. Alejémonos, pues, del campo de la
paleontología y de análisis antropológico, que el hacerlo y atribuirle enseñanzas de
tal clase, ha perjudicado la consideración social de la que debe gozar la mujer.
Aquel “bicho” humano, nuestro protagonista, contempla admirado la riqueza
natural, viva o inerte, que le han dicho que es propiedad suya y, en vez de gozar de
esta fortuna, se siente solo, incapaz de comunicarse, de compartir, de amar. Dios a
su vez le contempla a él y reconoce que su obra maestra no está acabada del todo.
La estratagema de “anestesiarle” y, adelantándose a técnicas actuales de cultivo de
células madre, a partir de una de sus costillas, reconstruye un cuerpo en el que al
fijarse aquel humano, es consciente de que con él sí que será capaz de entenderse,
dialogar, amar y vivir unidos. La narración dice que se entusiasmó y le echó el
primer piropo que en el mundo se haya escuchado: tú eres carne de mi carne y
hueso de mis huesos. A cualquiera de vosotras, mis queridas jóvenes lectoras, oír
una tal frase a vosotras dirigida, no os entusiasmaría, naturalmente, pero cuando
se escribió este relato, decir esto era un gran elogio. La mujer, en tiempos
antiguos, era un enigma, un misterio: era sorprendente fecundidad. Tal
característica, embarazo, parto, lactancia, que duraba sus buenos cinco o seis años,
suponía estar encerrada en la cueva, en la choza, o en un habitáculo muy
elemental. Era rica exuberancia, pero no reconocida como persona y tener
protagonismo social. De cuando en cuando, al volver de la guerra tribal o de la
cacería, se convertía en “el descanso del guerrero”. Ambos papeles eran los que le
atribuían aquellas culturas. Al decir el texto revelado que era carne y hueso
idénticos al de aquel “bicho erecto”, estaba proclamando que era tan persona
humana como el primer varón. ¿Qué ha tardado siglos en reconocérsele? Evidente,
querido Watson (sic). Tanto costaba aceptarlo, que hasta en el seno de la Iglesia
hubo de defenderlo Santo Tomás de Aquino, uno de los teólogos de mayor
categoría que en el mundo han sido.
Continúa el texto añadiendo que el hombre debe abandonar a los suyos, para
trasladarse a vivir con su esposa, uniéndose de tal manera, que forman una íntima
unidad, que en el estilo de la composición, se expresa diciendo que serán una sola
carne. No penséis que está refiriéndose a actos físicos, a pura unión genital, no.
Está proclamando, en realidad todavía es anuncio, que el matrimonio es el germen
de la familia, y esta la célula elemental y fundamental de la sociedad. De aquí su
indisolubilidad.
Jesús, en el fragmento evangélico que leemos hoy, insiste y aclara el texto del
Antiguo Testamento. Al referirse ellos a la legislación que atribuían a Moisés y
pensando con seguridad en el comportamiento de algunos de los antiguos próceres
de pueblo de Israel, lo justifica por unas circunstancias personales peculiares, como
una excepción a la norma divina. El proyecto de Dios para la vida satisfactoria del
hombre, es el matrimonio único e indisoluble. Romper la norma, es frustrar su plan.
De tal manera que traicionarlo, es un comportamiento ilícito, que resulta ser un
adulterio, tanto si se trata del varón como de la mujer.
(San Pablo complementará esta doctrina, añadiendo que la unión matrimonial, es
imagen o diminuta realización, de la unidad que se da entre Cristo y su Iglesia (Ef
5,32).
Por si os parece que una tal radical exigencia evangélica es inhumana, os recuerdo,
mis queridos jóvenes lectores, que el matrimonio cristiano, al que está refiriéndose
Jesús, está enriquecido por la Gracia especifica y debe apoyarse y valerse de los
otros sacramentos, además de la oración.
Quien entra precipitada, inconsciente e imprudentemente, en el estado
matrimonial, difícilmente logrará que perdure y dé sus frutos. Pero esto es cuestión
que no toca comentar hoy.
Vuelve de nuevo el protagonismo de los niños. Una criatura es una joya y debemos
tratarla con la misma precaución, aprecio y delicadeza con la que tratamos una
pieza de cristal de Swarovki.
El valor del matrimonio cristiano es de tal calibre, y la calidad humana de un
párvulo tan grande, que algunos hemos renunciado a casarnos y tener hijos, para
ser ayuda de las familias y colaboradores en la educación de su progenie. Quien lea
entienda.