XXVII D OMINGO DEL T IEMPO O RDINARIO , “B”
(Gén 2, 18-24; Sal 127; Hbr 2, 9-11; Mc 10, 2-16)
“No está bien que el hombre esté solo”.
“Tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu
casa”.
“Lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre”.
M EDITACIÓN
Dios es el único, el solo Dios, a quien el hermano
Rafael invocaba como a su Absoluto: “Solo Dios. Solo
Dios”. El ser humano no debe empeñarse en tratar de
valerse por sí solo. Debe acudir a la relación trascendente, y a la comunitaria y fraterna.
El ser personal es esencialmente relacional, necesita de otro para saberse a sí mismo.
La soledad es recomendable para profundizar en el trato con quien nos habita
dentro y para propio conocimiento. Es el tramo que se debe recorrer para atravesar las
barreras de la dispersión evasiva, del miedo al vacío, del vértigo ante el abismo de la
hondura del propio ser, y poder llegar a experimentar el mayor hallazgo, el Tú esencial.
No es buena la soledad idolátrica, egoísta, intimista. Sin embargo, es constante y
actual la llamada a la intimidad, a la riqueza de sentimientos, al calor humano, al
hondn de la bodega, donde tiene lugar la relacin más amorosa. “En ningún lugar,
amada, llegará a haber mundo, sino dentro” (Rainer Mª Rilke).
Los textos de la Sagrada Escritura que hoy se proclaman en la liturgia, se
concentran en el don precioso de la relación matrimonial como vocación primera del ser
humano. “Hombre y mujer los cre”. “A imagen suya los cre”. “No es bueno que el
hombre esté solo”.
Sorprende hasta qué extremo valora la Biblia la relación esponsal. Al contemplar
la revelación que Dios hace de sí mismo, constatamos cómo en muchos momentos el
Señor se manifiesta como esposo que ama locamente a su esposa -su pueblo-, y la
corteja, la enamora, la agasaja, para que permanezca fiel. “La llevaré al desierto, y le
hablaré al corazón. Allí me dirá marido mío”.
La vida espiritual, en los grados más altos, se manifiesta en experiencias místicas,
y a la hora de explicarlas, se recurre a la imagen del matrimonio. “Empieza a hablar mi
amado, y me dice: «Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente” (Cat 2, 10). “¡Oh
amor!, que en muchas partes querría decir esta palabra, porque sólo él es el que se puede
atrever a decir con la Esposa: Yo a mi Amado. El nos da licencia para que pensemos
que Él tiene necesidad de nosotros este verdadero Amador, Esposo y Bien mío” (Santa
Teresa de Jesús).
La vocación al matrimonio cristiano es el don precioso de testimoniar el amor
divino. La familia, que permanece en el vínculo sagrado del amor recibido, es recinto
habitable, hospitalario, donde desborda el gozo y se acrecientan los amigos. ¡Cómo
ayuda el hogar donde por encima de todo se cuida el amor mutuo, abierto y solidario!
En esos casos se percibe el canto del salmo: “El Seor bendecirá al hombre fiel con esta
abundancia de bienes”.