XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Segunda Lectura: Hebreos 2, 8-11
El santificador y los santificados tienen la misma condición humana
Hoy empezamos la lectura de la carta a los cristianos hebreos en la segunda
Lectura, que continuaremos a lo largo de los seis próximos domingos. El mensaje
que hemos escuchado se dirige a cristianos de origen judío o conocedores del
judaísmo, que viven en territorio pagano, que hace ya un cierto tiempo que se han
convertido, y que ahora han perdido en buena parte el entusiasmo inicial de la fe y
del seguimiento de Jesucristo. Ante esta situación, el autor les recuerda con
insistencia y vigor el sentido de lo que Jesucristo ha hecho, y la vida nueva que así
nos ha aportado.
El autor parte de una experiencia personal: Cristo resucitado comparte la
vida de Dios; es hombre y Dios al mismo tiempo. Nuestro texto de hoy se centra en
este doble rostro. Cristo ha compartido nuestra condición humana, nos llama
“hermanos”, “…lo hiciste casi igual que los ángeles” (cf. Salmo 8,6). Pero, al mismo
tiempo, después de su pasión y muerte, ha sido “coronado de gloria y honor”. Por
su solidaridad con el linaje humano, su destino de gloria no le afecta tan sólo a él;
sino que, gracias a él, también es nuestro propio destino: quiso “llevar una multitud
de hijos a la gloria”. En este contexto el autor de Hebreos en los versículos de hoy:
hace las siguientes afirmaciones de Cristo:
1) Durante el tiempo de su vida en la tierra se anonadó situándose por
debajo de los mismos ángeles;
2) Pero después de su ascensión a los cielos vive coronado de gloria y
está sentado a la diestra de Dios Padre;
3) La pasión y muerte de Jesús fueron condición necesaria de su
exaltación como Señor en la gloria; Así como el medio elegido para salvar a los
hombres.
4) El autor parte de una experiencia personal: Cristo resucitado comparte
la vida de Dios; es hombre y Dios al mismo tiempo.
Se trata de un plan coherente con el amor de Dios, de un plan que conviene
a Cristo para alcanzar su gloria y a los hombres para llegar a ser hijos de Dios y
partícipes de la gloria de Cristo. El sufrimiento no es algo bueno en sí mismo;
tampoco algo en lo que Dios se complazca. Los cristianos no creemos en un Dios
sádico, sino en el Dios vivo que es Amor. Pero el sufrimiento libremente aceptado
por Cristo es la palabra más clara en la que Dios se manifiesta como Amor. La
solidaridad de Jesucristo con los que sufren da sentido al sufrimiento. Cristo, Hijo
de Dios, se hizo descendiente de Adán y hermano nuestro, para que nosotros
fuéramos hijos de Dios. De aquí que no se avergüence de llamar hermanos a los
que él ha santificado.
Los hombres santificados, hermanos de Jesús (Heb 2, 9-11). El santificador
Jesús, y los santificados, los hombres, están íntimamente unidos: “proceden todos
del mismo”. Por eso Jesús llama a los hombres sus hermanos. Esta perfección del
hombre en Cristo es el resultado de un largo y doloroso camino de la vida de Cristo,
lo mismo que de la nuestra. Pero Jesús está en la raíz de toda santificación. El plan
de Dios era tener una multitud de hijos que conducir hasta la gloria. Era preciso,
pues, que llevara hasta su perfección, mediante el sufrimiento, a aquel que está en
el origen de la salvación de todos.
Jesús ha sido puesto un poco por debajo de los ángeles, pero a causa de su
pasión y de su muerte, ha sido coronado de gloria. Es el tema de la carta a los
Filipenses (2, 1-11, Domingo 26º, A). El autor de la carta a los Hebreos cita en el
capítulo 2 el salmo 8, 6: es el abajamiento de Jesús en su naturaleza humana.
Jesús es perfeccionado por el sufrimiento.
No que no fuera perfecto en su naturaleza divina, sino que tomó una
naturaleza humana en todo igual a la nuestra, excepto el pecado, de la que lleva
las consecuencias. Por eso es susceptible de perfección. De este modo, la
naturaleza humana asumida por Cristo será reparada y llevada a su perfección
mediante el sufrimiento. No es que el sufrimiento por sí mismo, sea fuente de
perfección, sino el sufrimiento aceptado y ofrecido según los designios de Dios. En
ese caso, el sufrimiento lleva al perfeccionamiento de la gloria. Y si esto se ha
realizado en Jesús, debe realizarse en nosotros que somos sus hermanos, por
quienes él dio su vida.
OTRA SUGERENCIA
DOMINGO VIGÉSIMO SÉPTIMO (Hebreos 2, 8-11)
El santificador y los santificados tienen la misma condición humana
Las lecturas de hoy nos hablan de la institución del matrimonio y de la
familia. La Primera Lectura (Gn. 2, 18-24) nos habla del momento maravilloso de la
creación del hombre y la mujer y del original plan de Dios para la pareja humana.
En el Evangelio (Mc. 10, 2-16) vemos cómo cuando los fariseos interrogan a
Jesús acerca del divorcio que -como leemos- Moisés había permitido en algunos
casos, el Señor insiste en la indisolubilidad del matrimonio, sin hacer excepciones.
Y la segunda lectura de la carta a los Hebreos, de donde venimos tomando
nuestras reflexiones, domingo a domingo, nos recuerda que la santificación del
matrimonio, como la de cualquier otra realidad humana, fue realizada por Cristo al
precio de su pasión y su cruz. Él se manifiesta aquí como el nuevo Adán. De la
misma manera que en el orden natural descendemos todos de Adán, así en el
orden de la gracia y de la santificación procedemos todos de Cristo. La santificación
de la familia tiene su fuente en el carácter sacramental del matrimonio: “Convenía,
en verdad, que Aquel por quien es todo y para quien es todo, llevara muchos hijos
a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiarlos a la
salvación”.
Por consiguiente, “tanto el santificador como los santificados tienen todos el
mismo origen” (Hb 2, 10-11). La creación del hombre tiene su fundamento en el
Verbo eterno de Dios. Dios ha llamado a la existencia todas las cosas por la acción
de este Verbo, el Hijo eterno, por medio del cual todo ha sido creado. También el
hombre fue creado por el Verbo, y fue creado varón y mujer. La alianza conyugal
tiene su origen en el Verbo eterno de Dios. En él fue creada la familia. En él la
familia es eternamente pensada, imaginada y realizada por Dios. Por Cristo
adquiere su carácter sacramental, su santificación.
El santificador -es decir, Cristo- y los santificados -ustedes, padres y madres;
ustedes, familias- pidan a Dios Padre que bendiga lo que ha realizado en ustedes
mediante el sacramento del matrimonio. Incluyendo en su oración a todos los
casados y a las familias que viven en la tierra. Pues Dios es el único creador del
universo, es la fuente de la vida y de la santidad.
Padres y familias Dios los llama a la santidad. Él mismo los ha elegido “antes
de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia (…) por
medio de Jesucristo” (Ef 1, 4). Él los ama muchísimo y desea su felicidad, pero
quiere que sepan conjugar siempre la fidelidad con la felicidad, pues una no puede
existir sin la otra. No dejen que la mentalidad hedonista, la ambición y el egoísmo
entren en sus hogares. Sean generosos con Dios. La familia está “al servicio de la
Iglesia y de la sociedad en su ser y en su obrar, en cuanto comunidad íntima de
vida y de amor” (FC 50). La entrega mutua, bendecida por Dios e impregnada de
fe, esperanza y caridad, permitirá alcanzar la perfección y la santificación de cada
uno de los esposos. En otras palabras, servirá como núcleo santificador de la misma
familia, y será instrumento de difusión de la obra de evangelización de todo hogar
cristiano.
Queridos padres, ¡qué gran tarea tienen ante ustedes! Su misión en la
sociedad y en la Iglesia es sublime. Por eso han de ser creadores de hogares, de
familias unidas por el amor y formadas en la fe. No se dejen invadir por el
contagioso cáncer del divorcio que destroza la familia, esteriliza el amor y destruye
la acción educativa de los padres cristianos. No separen lo que Dios ha unido. (cfr.
Mt 19, 6). Sean portadores de paz y alegría en el seno del hogar; la gracia eleva y
perfecciona el amor y con él les concede las virtudes familiares indispensables de la
humildad, el espíritu de servicio y de sacrificio, el afecto paterno, materno y filial, el
respeto y la comprensión mutua.
¡Familia cristiana esta es tu grandeza y tu misión! ¡Qué matrimonio el de dos
cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el
mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor;
nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente
dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu
(Tertuliano, Ad uxorem 2,9; cf. FC 13).
Que el espíritu de la Sagrada Familia de Nazaret reine en todos los hogares
cristianos. Familias, ¡Tengan confianza: Dios está con nosotros!
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)