Cada uno ha de escoger, con qué cuchara comer
Domingo 28 ordinario B
En uno de esos textos vibrantes que tiene San Marcos, está el encuentro de un
hombre rico con Cristo. Pero para entender el diálogo y la respuesta de aquél
hombre, tenemos que entender lo que las gentes de ese tiempo y de esos lugares
pensaban sobre las riquezas y la comodidad que el hombre puede gozar en este
mundo.
Para el judaísmo de tiempos de Jesús y en concreto para los fariseos, la riqueza era
una prueba de la bendición de Dios, una prueba del beneplácito divino y hasta una
recompensa a la piedad personal, de manera que si bien lo vemos, tendríamos casi
que arrodillarnos y besar los pies de la persona rica, además, ser rico y piadoso,
era la gran ventaja, pues así se podría a través de la limosna, ganarse a los pobres
y de paso, ganarse también el cielo. ¿Habremos cambiado nuestro propio concepto
de la riqueza o seguimos pensando igual? Si esta era la condición del hombre
acomodado, ya podremos entender el salto que dio el hombre rico, cuando Cristo le
propuso venderlo todo, todo, todo y darlo a los pobres para entrar al Reino de los
cielos. Pero vayamos “con dispasio” como dicen las viejitas, intentando captar el
sentido del texto de San Marcos. Comencemos pues diciendo que el hombre que se
acercó a Cristo lo hizo en el camino. Dice Marcos que aquél hombre se acercó
corriendo y se arrodilló a los pies de Jesús. Eso nos hace suponer la bondad de
aquel hombre. No hay doblez en su corazón. Se acerca limpiamente a Jesús y como
viene urgido de la verdad, le pregunta: “Maestro Bueno, ¿qué debo hacer para
alcanzar la vida eterna?” Cristo pone las cosas en su lugar y afirma a continuación
que sólo Dios es bueno.. Y como la sinceridad estaba patente, Jesús con toda
parsimonia y tranquilad le va explicando los mandamientos de la ley de Dios. Aquél
hombre iría sopesando cada una de las palabras que salían de la boca de Cristo.
Cuando éste terminó de hablar, otra sorpresa le deparaba aquel hombre a Jesús,
pues cándidamente le dijo: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde muy joven”. Y
San Marcos no se muerde la lengua para comunicarnos que cuando el hombre se
expresó de tal modo, Cristo no tuvo sino qué mirarlo y mirarlo con una mirada de
amor, de ternura, de admiración. ¡Cómo admiramos a las personas que
verdaderamente viven en su fe y son capaces de expresarla en sus obras! Una
persona llena de fe no nos deja indiferentes, nos conmueve. Eso le pasó a Cristo.
Pero fue entonces cuando Cristo lanzó el reto, el compromiso, la palabra fuerte, la
invitación formal para entrar al reino de los cielos, no ya sólo para salvarse:
“Entonces, Ve, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un
tesoro en los cielos. Y después, ven sígueme”. La propuesta era radical, no te
contentes con limosnitas, no te hagan ilusiones con repartir un día aquí y otro allá,
hoy a ésta persona, mañana a aquella otra, tú mismo tienes que darte, tú mismo
serás la ofrenda a Dios y dejarás ya de estar preocupado por la salvación, pues
para eso vino Cristo, y estarás de lleno en el Reino de los cielos.
Aquel concepto inicial del judaísmo queda obsoleto ante la propuesta de Cristo. Él
dará un giro total al concepto de riqueza en manos de los hombres y afirma otra
cosa para el Reino de los cielos. El mismo evangelista se atreve a hacer el
comentario final: “Después de oír estas palabras, el hombre se entristeció y se fue
apesadumbrado porque tenía muchos bienes”. Puesto en una balanza invisible, para
aquél hombre pesaron más sus riquezas que el tesoro que Cristo le estaba
proponiendo, el reino de los cielos”. Fue una vocación frustrada pues hubo
sinceridad de las dos partes. De parte de Cristo y también de parte del hombre,
pero la balanza se inclinó al lado que ya sabemos y ahí murió algo que pudo haber
sido una gran vocación.. Los apóstoles también se sorprendieron del grito de Cristo:
“”Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios…más fácil le es a un
camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios”. Si
todos somos candidatos, no precisamente a la riqueza pero sí a dejarnos aprisionar
por nuestros propios bienes, que no seamos como las moscas que son atrapadas en
la miel, y que lo poco o lo mucho que hayamos podido conseguir, nunca sea
obstáculo en el camino de la salvación.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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