XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.
Pautas para la homilia
“Que difícil va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios”
Es conveniente conjugar la lectura del Nuevo Testamento y el Evangelio.
En la carta a los hebreos el eje es la palabra: tajante, alcanza la entraña y es
eficaz. Eficaz, pero hay que responder. La eficacia se comprueba en mi respuesta.
Siempre libre, siempre aplazable, siempre rechazada. Quiero dejarme vencer por la
palabra, abrir los pulmones de mi espíritu, que me llegue, que arribe a mi vida esa
palabra.
Tanto si miramos el mundo que nos envuelve como si giramos hacia nuestra vida
diaria más concreta, aparentemente más trivial, parece que muchas veces andamos
perdidos, sin saber qué hacer, sin encontrar un sendero de fiar. Cuando me oriento
en la vida, encuentro sentido. Esa orientación sólo puede venir del encuentro de la
palabra acogida con la realidad que me rodea o con la mía propia. Y aquí
tropezamos, siempre tropezamos, con Jesús y el Evangelio.
Hay que insistir en la radicalidad de la llamada evangélica. No podemos echar agua
al vino. Es mejor decir no puedo, que traicionar el Evangelio. Lo cierto es que en
nuestra conciencia no nos engañamos, pero nos buscamos dispensas. Nos
enredamos en interpretaciones cómodas. Y, al final, se nos escapa el Evangelio
mismo y nuestra vida se vuelve irremediablemente confusa.
La llamada a compartir los bienes de este mundo se sostiene en una actitud última.
Nadie es el dueño de la tierra. Sólo Dios es el Señor. Quien se considera amo es un
ladrón. Y nunca hay que pensar que los poderes de este mundo son una fatalidad
que debemos aceptar y que no puede cambiarse. La afirmación de Dios es también
la negación de la fatalidad.
A veces, al leer el texto evangélico, se nos invita a llevar un comportamiento
“recto”, “honesto”. ¿Lo llamaremos prudente? ¿Lo llamaremos equilibrado? Ante
tanta desgracia, hay que calificar sin cautela: esa “prudencia” es mendaz.
También podemos recoger algo que se dice: ¿a qué tanta historia con los pobres?
¿No van las cosas por otro lado? Hay que aclararlo sin cansarse. No se trata de que
el pobre sea un santo o esté dotado de cualidades que le hacen más relevante. Al
contrario. Es el que no cuenta. No son sus maravillosas cualidades, es aquél ante
quien se vuelve el rostro. Compartir el pan con quien tiene hambre, aliarse con el
pobre, el huérfano, el extranjero, aliarse con esa nada de mundo: ahí está el sello
de la fraternidad, emblema de la trascendencia humilde, tímida, de Dios.
La fraternidad está inscrita en la humanidad. La marca que distingue a la
humanidad, que la eleva, es la fraternidad. Es el trazo que Dios deja al sustentar a
la humanidad y la huella de su recuerdo que, tantas veces, queda en suspenso.
Fraternidad de cada uno con cada uno, hacerse cargo de cada uno. Sólo siendo
responsable de cada uno de los otros, sólo entonces, soy fraterno. Sólo cuando
ayudo al caído a ponerse en pie, estoy haciendo, y digo haciendo, que todos somos
hermano.
No se trata sólo de renunciar a los bienes de este mundo. Hay que compartir. Y
compartir con el pobre. El único modo de vivir una vida fraterna, de construir una
sociedad fraterna, de trabajar por el Reino, es comprometiéndonos con los que
realmente, en su vida, están desmintiendo esa fraternidad ficticia. El pobre, el
extranjero…, nada en este mundo en crisis, pero implacable. Fuera los no rentables,
los demás a marcar el paso. Bien por los fuertes. ¡Ay del que no tiene!
Sin cansancio hemos de alzar la voz en esta crisis que lastima a la mayoría y que
está llevando al desaliento y a la desesperanza a tantos y tantos. ¿Dónde estamos
nosotros?
¿Cómo se deja notar Dios? La pobreza tiene mucho que ver. Hay que hablar sin
miedo de la debilidad de Dios. Ni el pobre ni Dios entran en los juegos brillantes de
luz y de poder que se imponen en este mundo. La verdad de Dios es una verdad
desplazada. O exiliada. Ese exilio nos está diciendo que este mundo no es
suficiente, que estamos llamados siempre a otra cosa a respirar un aire distinto.
Ser pobre nos lleva tan hacia dentro como hacia fuera. Extirpar el deseo de
posesión o de dominio, permite la libertad de dentro. Despeja las fantasías y las
ansiedades interiores, abre el espíritu, sereno, libre, sin crispación, lo ahueca y lo
ahonda. Ahí, en esa serenidad de dentro, apagados los ruidos compulsivos,
despierta el alma a la presencia de un Dios que no deja de darse y cuidar de
nuestra vida. Ser pobre es remontar hacia la desnudez de una vida que para sí
misma sólo quiere a Dios. Así camina una vida desnuda y sin complejos. Ser pobre
es vivir y hacer de otra manera. Una perspectiva distinta. Las cosas, los otros, se
nos presentan en su verdad esencial, sin ropaje y sin máscara. Y una mirada
compasiva nos devuelve la ternura que nos reconcilia con todo.
Y algo que nunca debemos olvidar: la realidad. Aquí no valen las batallas mentales
ni las historias imaginadas ni mañana haré ni el quizá podría hacer… Hay que
afirmar la inserción real y sin sueños de la opción evangélica. Tan adentro vivimos
que, al cabo, estamos en la plena luz de la plaza pública, jugándonosla con los
caídos de este mundo, diciendo y haciendo que las vidas humanas estén en pie.
Con gratitud.
Por los pobres… Es el proyecto del Reino, es la marca de la comunidad seguidora de
Jesús, es… Es la verdad. La verdad más directa: compartir el pan con quien tiene
hambre, justamente porque tiene hambre. Las otras consideraciones vienen
después. Nada hay más blasfemo que protegernos en esa especie de solidaridad
“espiritual” que sólo es cinismo. Y al final, al final, estar con los débiles de este
mundo nos hace ganar un cierto derecho a llaméanos seguidores de Jesús.
Fr. Juan Antonio Tudela Bort O.P.
Real Convento de Predicadores (Valencia)