XXVIII DOMINGO ORDINARIO B
(Sabiduría 7:7-11; Hebreos 4:12-13; Marcos 10:17-30)
Alguien está tocando la puerta. Vamos a ver a quien sea. Encontramos a un
hombre en traje y corbata. Su cabello está bien peinado y lleva una gran
sonrisa. Dice que él es fulano presentándose como candidato a congresista.
Entonces, nos pregunta: “¿Qué debo hacer para ganar tu voto?” Así el rico se
acerca a Jesús en el evangelio hoy.
Como los ricos hoy en día, el hombre viene apresurado. Suavemente se dirige al
Señor: “Maestro buen—dice -- ¿qué debo hacer para alcanzar la vida
eterna?” Como si el reino de Dios fuera un premio para ganarse por sus esfuerzos
o un producto para comprarse con su dinero, el hombre quiere la fórmula para
asegurarse de la felicidad en la muerte. Actúa como nosotros cuando pensamos en
la fe más como un logro nuestro que un don de Dios.
Sin embargo, el Señor no se ofende con nuestra falta. Pues, sabe que desde la
niñez estamos acostumbrados a oír que no hay nada bueno que viene gratis. Sin
embargo, nos ama a pesar de nuestra pretensión de alguna manera podríamos
lograr la vida eterna. Así, según la lectura, Jesús lo mira al rico con amor, pero no
va a darle la respuesta que desea. En lugar de decirle que tiene que leer diez
salmos cada día o abstenerse de vino por tres meses, lo reta más al fondo. Dice
que él debe ir y vender sus pertenencias, darles a los pobres las ganancias,
entonces venir y hacerse su discípulo.
El hombre lo escucha como si Jesús estuviera pidiendo que haga cirugía en su
propio corazón. Entonces parte del Señor desilusionado. No parece opuesto a
regalar una porción de su riqueza – tal vez la mitad o posiblemente, como uno de
los hombres más ricos en el mundo actual hizo hace unos años, hasta ochenta y
cinco porciento. Pero ¿todo? “Lo siento, Señor -- parece decir – he conservado mi
fortuna con cuidado y no voy a dispensarla de una vez”. A lo mejor no somos ricos
como el hombre en el evangelio; sin embargo, hay otras cosas que nos impiden el
seguimiento de Jesús. Tal vez sea el placer que algunos tienen de mirar la
pornografía o quizás la satisfacción que otros reciben por echar una mentira que les
entregan de una censura.
Jesús nos advierte del problema. Dice que es más difícil para un rico entrar en el
Reino de Dios que un camello pasar por un ojo de una aguja. ¿Solamente está
refiriéndose a los adinerados? Parece que no porque cuando los asombrados
discípulos le preguntan “… ¿quién puede salvarse?”, Jesús responde que “es
imposible para los hombres, mas no para Dios”. Todos – los pobres tanto como los
ricos, los analfabetos tanto como los cultos, los adultos tanto como los niños –
tienen que buscar en Dios su salvación del pecado y la muerte.
Entonces, ¿por qué la Iglesia habla de la necesidad de hacer obras buenas para
llegar al cielo? Esta pregunta movió a Martín Lutero a separarse de la Iglesia
católica. Sin embargo, la Iglesia desde su principio ha enseñado la primacía de la
gracia. Es puro don de Dios concedido por la muerte y resurrección de Jesucristo
que nos ha hecho en sus hijos adoptivos. Sin esta palanca no podríamos hacer
nada meritorio y seríamos destinados a la muerte. Ya, integrados en la familia
divina, podemos amar ambos al extranjero y al paisano con otro destino. Hace
unos años un sacerdote en Dallas, Texas, le donó uno de sus riñones a una
parroquiana. No era de ningún modo necesario de parte de él pero completamente
preciso para ella. Es el tipo de cosa que se hace por un familiar, no por sólo un
conocido. El cura lo hizo por la gracia de Dios.
Un hombre cuenta de su niñez. Recuerda que los domingos al final de la misa se
marchaban algunos huérfanos al frente del comulgatorio. Entonces el cura pedía a
las familias en la iglesia si considerarían a llevar a uno de los niños a su casa. Dice
el hombre que era gran humillación para los huérfanos, particularmente si ninguna
familia los quería. Bueno, somos como esos huérfanos, pero Dios nos ha salvado
de la humillación. Pues nos ha escogido para su familia. Ya somos sus hijos
adoptivos con la oportunidad de seguir a Jesucristo. Ya tenemos la oportunidad de
seguir a Jesús.
Padre Carmelo Mele, O.P.