XXVIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.
Pautas para la homilia
¿Soís capaces de beber el cáliz que yo he de beber?
¿Sólo para foráneos?
Probablemente todavía sucede que asociamos el día del Domund con rostros
exóticos y culturas lejanas, como si el terreno de misión se encontrara sólo más allá
de nuestras propias vidas y de nuestras respectivas sociedades. Eso tiene la
ventaja de que nos permite considerarnos sujetos de la evangelización, no
destinatarios de la misma, y exentos de la siempre necesaria conversión. ¡Lástima
que sólo se trate de un espejismo!
El realismo más elemental –suele ser una pista segura hacia la humildad– nos
obliga a considerar que, por más que seamos cristianos viejos, seguimos
resistiéndonos a permitir que amplias zonas de nuestras propias vidas personales
se empapen de evangelio. En lo que a mi sociedad dominicana respecta (cada cual
juzgará acerca de la suya), también ella está necesitando el aire fresco del
evangelio para replantear su relación con la transcendencia, con los más débiles,
con los extranjeros, con los pueblos aún más pobres. Necesitamos redescubrir a
Jesús.
Digamos, por lo tanto, que la creencia y la increencia no se encuentran separadas
por ninguna frontera; o, si tal frontera existiera, que atraviesa el corazón mismo de
nuestras vidas y de nuestras sociedades. “Mantengamos la confesión de fe”,
exhorta hoy en la segunda lectura el autor de la carta a los Hebreos. Vale para
todos y cada uno de nosotros en todas y cada una de las ocasiones en que la
abandonamos.
Un aliento de universalidad.
Es cierto, sin embargo, que este día de las misiones nos trae un aliento de
universalidad, invitándonos desbordar nuestros estrechos horizontes locales y a
pensar en términos mundiales. El Domund viene a recordarnos que por todo el
mundo están repartidos esos hombres y mujeres esforzados –solemos llamarlos
misioneros– que han puesto enteramente su vida al servicio de la tarea
evangelizadora que nos corresponde a toda la Iglesia.
Hombre y mujeres que se afanan por extender el conocimiento de –y el amor a–
Jesús, el “Evangelio de Dios”, como decía Pablo VI en Evangelii nuntiandi.
Hombres y mujeres que, renunciando a la lógica del poder contra la que nos alerta
severamente el pasaje evangélico de este domingo, están prolongando el servicio
realizado por Jesús a cada uno de sus hermanos.
Hombres y mujeres que a veces llegan a pagar incluso con sus vidas la pasión de
decir a los más necesitados el evangelio que libera y que restituye a todo ser
humano en la dignidad de los hijos de Dios.
Hombres y mujeres que, como Jesús, enseñan, curan o multiplican panes: enseñan
con sus centros educativos; curan con sus programas de salud; multiplican panes
con sus proyectos de desarrollo económico.
No héroes, sino hermanos.
Vale la pena insistir en que esos hombres y mujeres no actúan por cuenta propia,
sino como miembros que son de la Iglesia, la comunidad a la que Jesús ha
encomendado la tarea de la evangelización. Actúan en nombre nuestro y, en última
instancia, en el de Jesús. Por eso, no es en absoluto exagerado decir que
deberíamos sentir en carne propia sus alegrías y sus angustias, sus éxitos y sus
fracasos.
A veces su comportamiento llega a resultar extremadamente valiente, pero no son
héroes. No pertenecen a un linaje diferente del nuestro, sino que son sólo
hermanos nuestros enormemente generosos. En una ocasión leí algo
aproximadamente así: “Cuando alguien te llama héroe eso significa que está a
punto de dejarte solo”. Es verdad que llamar a alguien héroe es atribuir una serie
de rasgos sobrehumanos a su personalidad y a su conducta, ajenos al común de los
mortales y para los cuales, por lo tanto, no se puede contar con nosotros; equivale,
en ese sentido, a dejarle solo.
Pues bien, los misioneros no son personajes mitológicos, sino hermanos nuestros
que, entre luces y sombras y en medio de sus debilidades, asumen personalmente
el encargo que a todos los suyos nos dejó Jesús: “Id y haced discípulos de todos los
pueblos” (Mt 28,19). No merecen ser dejados en la soledad de los héroes.
Conservémoslos en la comunidad de los cristianos.
Mejor testigos que doctores.
En una o en otra tierra, para los que llamamos “misioneros” o para cualquier
cristiano que tome en serio la misión recibida de Jesús, sigue valiendo la sabia
observación de Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que
dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque
dan testimonio”. En la coherencia nos la jugamos.
Fray Javier Martínez Real
San Gerónimo - Rep. Dominicana