Encuentros con la Palabra
Domingo XXX del tiempo ordinario – Ciclo B (Marcos 10, 46-52)
Muchos lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más (...)
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
Un buen amigo me envío hace unos días esta historia: Seis mineros trabajaban en un
túnel muy profundo. De repente, un derrumbe los dejó aislados, sellando la salida. En
silencio, cada uno miró a los demás en medio de la penumbra pobremente iluminada por
sus lámparas de gas. De un vistazo calcularon su situación. Con su experiencia, se dieron
cuenta de que el gran problema sería el oxígeno. Si hacían todo bien, les quedaban unas
tres horas de aire. ¿Podrían encontrarlos antes de que fuera tarde? Decidieron ahorrar
todo el oxígeno posible. Apagaron las lámparas y se tendieron en silencio en el suelo.
Enmudecidos por la situación e inmóviles en la oscuridad, era difícil calcular el paso del
tiempo. Sólo uno de ellos llevaba un reloj que podía iluminarse para ver la hora. Hacia él
iban todas las preguntas. ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Cuánto falta? La desesperación ante
cada respuesta, agravaba la tensión. El capataz se dio cuenta de que la ansiedad, los
haría respirar más rápidamente y esto los podría matar. Entonces ordenó al que tenía el
reloj, que solamente él controlara el paso del tiempo. Él avisaría a todos cada media hora.
Ante el aviso: “Ha pasado media hora", hubo un murmullo y una angustia que se palpaba
en el aire. El hombre del reloj se dio cuenta de que cada vez iba a ser más terrible
comunicarles que el minuto final se acercaba. Sin consultar a nadie decidió que ellos no
merecían morirse sufriendo. Así que la próxima vez que les informó la media hora, en
realidad habían pasado 45 minutos... Nadie desconfió. Apoyado en el éxito del engaño, la
tercera información, la dio una hora después... Todos pensaron en lo largo que se hacía el
tiempo en esa situación. La cuadrilla apuraba la tarea de rescate. Llegaron a las cuatro
horas y media. Lo más probable era encontrar a los seis mineros muertos. Encontraron
vivos a cinco de ellos. Solamente uno había muerto de asfixia... El que tenía el reloj.
Cuando creemos y confiamos en que se puede seguir adelante, nuestras posibilidades de
avanzar se multiplican. No es que la actitud positiva por sí misma sea capaz de conjurar la
fatalidad o de evitar las tragedias pero, ciertamente, las posibilidades de encontrar una
salida dentro de lo humanamente posible crece considerablemente. El deseo de vivir de
este grupo de mineros, acompañado por la confianza en el oxígeno que les daba el
tiempo dilatado por el ingenio de un compañero, hizo posible lo que parecía improbable.
Cuando Jesús salía de Jericó, “seguido de sus discípulos y de mucha gente, un mendigo
ciego llamado Bartimeo, hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino. Al oír que era Jesús
de Nazaret, el ciego comenzó a gritar: –¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Muchos
lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más todavía: – ¡Hijo de David, ten
compasión de mí!” Jesús se detuvo y lo mandó llamar. “El ciego arrojó su capa y de un salto
se acercó a Jesús, que le preguntó: – ¿Qué quieres que haga por ti?” Bartimeo,
efectivamente, estaba lleno de deseos de ser curado por el profeta de Galilea; y estos
deseos lo llevaron a perseverar en sus gritos y a responder con prontitud a la invitación de
Jesús. Por eso, mereció escuchar esas bellas palabras que Jesús solía decir a la gente
herida que encontraba a su paso: “Puedes irte; por tu fe has sido sanado”. De estar ciego y
sentado “junto al camino”, pasó a recobrar la vista y a seguir “a Jesús por el camino”. Que
nuestra fe sea como la de Bartimeo, o como el minero ingenioso del reloj.
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
Si quieres recibir semanalmente estos “Encuentros con la Palabra ”,
puedes escribir a herosj@hotmail.com pidiendo que te incluyan en este grupo.