El amor por los ojos entra y en el corazón se aposenta
Domingo 31 ordinario 2012 B
Este domingo nos deja un agradable sabor de boca. Ocurre en los últimos días de
vida de Cristo Jesús, en la ciudad de Jerusalén y precisamente en el templo. En
aquellos días de intriga en que muchos hombres habían jurado acabar con la vida
de Cristo, tuvo lugar el encuentro que nos refiere San Marcos. Un escriba, que no
era poca cosa, pues los escribas eran gente muy conocedora de la Escritura Santa,
pero muchas veces asociados a los fariseos, que torcían la Escritura para su
conveniencia. Este hombre era sincero a carta cabal y así lo reconoce Cristo. Su
pregunta nos parece fuera de lugar pues nosotros nos las damos de que conocemos
la Escritura desde niños, él preguntaba a Cristo sobre el primer mandamiento de la
Ley de Dios. Y no era en verdad dolo lo que lo llevaba a acercarse a Cristo sino una
pregunta para él de primera importancia, pues entre ellos se discutían muchos
asuntos, y éste era precisamente uno de ellos, pues tenemos que recordar que
entre todos los mandamientos que nos hombres “se habían fabricado” se citaban
hasta 365 prohibiciones y otras tantas prescripciones y era natural que se
preguntaran sobre la primacía del mandamiento. Además, se afirmaba que
hablando del mandamiento primordial de los judíos, hablando del mandamiento del
amor al prójimo se entendía éste simple y sencillamente referido a los de la raza
judía, y muy difícilmente consideraban en esta categoría a los extranjeros
asentados en la tierra de los judíos, y para mayor abundancia, tratándose del amor
de Dios, los judíos anteponían el culto, la ofrenda al templo al mismo amor al
prójimo e incluso al amor y a la ayuda a los mismos padres.
La respuesta de Cristo fue clara, tajante y contundente. Citó perfectamente lo que
esta escrito en la Ley: el amor de Dios sobre todas las cosas, pero agregó algo que
no se le había preguntado, el segundo mandamiento, el amor al prójimo, haciendo
inseparables para siempre esos dos amores y esos dos mandamientos, más aún
cuando en su misma persona, quedan unidos el amor a Dios y el amor al prójimo,
cuando Cristo da su vida por los hombres en lo alto de la cruz. El escriba reconoce
la sabiduría de Cristo y en correspondencia, Cristo le anuncia que no está lejos del
reino de Dios.
Cualquiera de los niños de catecismo nos podrían recitar de memora ambos
mandamientos, pero una cosa es saberlo y otra muy distinta hacer de éstos dos
amores y estos dos mandamientos, los amores de nuestra vida. Somos muy dados
a pensar que amamos a Dios porque en la Iglesia ponemos las manitas juntas,
elevamos nuestros ojos que casi se tuercen para mira para arriba y un poco de
lado, extendemos la mano con cierta frialdad para saludar en el momento ritual, y
pensamos que ya hemos cumplido, con una hora a la semana, olvidándonos que
tenemos toda una semana de 24 horas para amar y para servir a nuestros prójimos
que ya no son solo los cercanos, los que amamos o aquellos de quienes podemos
obtener un beneficio, sino todos los hombres, los que hemos sido llamados al
banquete de la vida, para hacerlos partícipes de nuestro amor, de nuestro cariño y
de nuestra fidelidad, lejos de distinciones tontas de raza, de color, de condición
social e incluso e incluso de religión. Si no somos capaces de amar a todos éstos,
por mucho inca píe que pongamos en la oración y en culto, siempre la estaremos
“chorreando” delante de todos los hombres. Atentos pues, al mandato de amor a
Dios y al próximo, vivamos este mandato, haciendo nuestro mundo un mundo de
amor, de paz, y de verdadera justicia.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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