Solemnidad de Todos los Santos (1 de noviembre)
"Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos"
Entre el desafío y la nostalgia
La frase es de León Bloy y refleja muy bien la conclusión, que una reflexión general
de la existencia, nos puede ofrecer si queremos medirla en su profundidad más
auténtica: “Hay una sola tristeza: la de no ser santos”. Es la única tristeza porque
define que la existencia vivida al margen de los valores del evangelio no ha logrado
su objetivo, ha quedado varada escuchando de lejos la llamada del mar infinito que
es Dios. Que sea la única tristeza que hay que valorar es signo de que la santidad
debería ser lo que definiera la vida de todo seguidor de Jesús. Por eso, la fiesta de
todos los santos que hoy celebramos nos recuerda que el santo ha acertado al
diseñar y vivir el sentido de toda su existencia; le ha dado plenitud desarrollando lo
que de él espera Dios y ha puesto en funcionamiento lo mejor que de Él ha
recibido. El recordar hoy a esa multitud, un tanto anónima, que ha logrado
traspasar la barrera de lo ordinario para vivir desde una exigencia intensa su
condición de persona, se convierte para todos en un desafío. Ellos lo hicieron ¿por
qué yo no?
La fiesta nos habla también de nostalgia. Estamos hechos para caminar hacia Dios,
ya que solo Él puede saciar nuestra sed de absoluto. La frase de San Agustín
explica una vez más esta realidad: “Nos hiciste Seor para ti y nuestro corazn está
inquieto hasta descansa en ti”. En el fondo toda persona en la que brilla la bondad
de manera especial nos remite a ese deseo de santidad que está presente también
en nuestro interior. No canalizarlo adecuadamente hacia quien puede satisfacerlo,
es quedarnos a mitad de camino. Esta muchedumbre de buenas personas que hoy
conmemoramos nos dice que es posible realizar este sueño. Los santos nos
recuerdan que ese deseo profundo está presente en todos y la mayor tristeza es no
haberle encontrado salida. Desviarnos, por tanto, del camino, es optar por
separarnos, cada vez más, de lo que a todos nos atrae porque estamos hechos para
seguirlo y obtener así nuestro deseo: vivir para Dios y en Dios. Esta muchedumbre
de personas a las que hoy recordamos no tuvieron aptitudes extraordinarias que
hicieran fácil su camino; sintieron como todos el anhelo de Dios y, por encima de
todas sus carencias, trataron de encauzarlo siguiendo a Jesucristo. La llamada a la
santidad sigue resonando en nuestro interior aunque afanes diversos nos lo oculten.
La identidad más depurada del hombre cristiano
La primera lectura nos sitúa ante la gran muchedumbre que se contempla al final
del camino y que se sitúa ante el Cordero tributándole honor, participando así de su
gloria. La pregunta surge con naturalidad: “Éstos que están vestidos con vestiduras
blancas, ¿quiénes son y de dnde han venido?” Y la respuesta deja clara su
identidad: “son los que vienen de la gran tribulacin; han lavado sus vestiduras y
las han blanqueado con la sangre del Cordero”. Es decir, ellos adoptaron una forma
de vida que procede del mismo Jesús y no se acomodaron a lo que el mundo les
ofrecía; al contrario, permanecieron fieles a las exigencias del evangelio. Y esto no
ha sido una tarea fácil; al contrario, les ha ocasionado dificultades y sufrimiento,
pero han vencido. La gran tribulación fue la prueba donde se curtió su fidelidad. Al
final del camino viven la alegría de estar ante quien ha presidido sus vidas y ahora
viven la gran fiesta donde se premia su fidelidad.
La segunda lectura ahonda en esa identidad. “Ahora somos ya hijos de Dios y aún
no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos
semejantes a Él”. Lo que somos es parte de un proceso que hemos de ir viviendo
para desembocar en la plenitud. Estamos en camino y es en ese camino donde se
ha de ir reflejando nuestra condición de hijos. No caminamos como apátridas,
sabemos hacia dónde vamos y quién nos acompaña. Cuanto más vivo sea ese
carácter filial y mejor se reproduzca en nuestra conducta más claro será el camino
por donde avanzamos y más auténticamente seremos nosotros mismos, más
nítidamente aparecerá nuestra identidad. Dios no viene a borrar nuestra condición
personal para diluirla en un todo neutralizador del individuo. En esa semejanza
brillará su luz iluminando lo que realmente somos partiendo de nuestra
individualidad.
Las dos lecturas proclaman que nuestro ser cristiano se define por la fidelidad a
nuestra condición de hijos de Dios. Una fidelidad que acepta la paternidad amorosa
de Dios y que la explicita día a día, entre incertidumbres y dudas, pero que vive de
ella sabiendo que pide esfuerzo. Es esa condición filial la que convierte a los
hombres en hermanos y define a una gran multitud que viene de toda nación, raza,
pueblo y lengua para aclamar juntos al Cordero inmolado. Una condición reconocida
y aceptada de hijos que abarca a todos los que están abiertos a acoger, explícita o
implícitamente, el mensaje del Reino.
Invitación a seguir sus huellas
Las bienaventuranzas que se proclaman en el evangelio del día ajustan ese modo
de vida. Ellas nos explicitan cómo vivió Jesús. Solo desde esa experiencia suya
puede proclamarlas. No son una imposición, tampoco una expresión de buen deseo.
Son una constatación de lo que significa vivir según los valores del evangelio y las
consecuencias que de ello se siguen. El proceso para llegar a comprender y asumir
esas actitudes no es nada fácil ya que parecen ir contra corriente. Desde la
educación que recibimos a las pautas que rigen en la sociedad, se nos invita a lo
contrario e, incluso, en su ejecución parece subyacer el riesgo de encontrar la
oposición y la muerte. Pese a todo, el resultado que Jesús enuncia es claro: la
felicidad.
En un mundo un tanto desnortado las bienaventuranzas manifiestan cómo dar
sentido a la vida y, en ese aspecto, nos hablan de algo que es nuclear en los
seguidores de Jesús. Vivir esas bienaventuranzas es acercarnos, por una parte, al
sentido más profundo de la vida del mismo Jesús y, por otra, a la felicidad, el deseo
más intenso que todos llevamos dentro. Son la propuesta que hace Jesús ante la
aspiración de todo ser humano de encontrar la felicidad, ese espacio donde todos
gastamos nuestras fuerzas. Bien es verdad que, con frecuencia, esas fuerzas se van
en conformarnos con una felicidad a corto plazo. El riesgo de buscarla en los sitios
más equivocados y de la manera más errónea está presente en nuestra vida. Por
eso, no es extraño que en la lucha diaria nos quedemos en la superficie de todo
aquello que son compensaciones inmediatas. Y ahí puede surgir una constatación
un tanto pesimista: concluir que la felicidad no existe y acabar desconfiando de las
grandes promesas y de las palabras hermosas. No es extraño, por eso, que se
acabe recortando las aspiraciones más hondas y se renuncie a la dicha que todos
buscamos en el fondo de nuestro ser.
Ante el escepticismo o el desaliento las palabras de Jesús surgen claras: es posible
alcanzar la felicidad, pero hay que subvertir valores y seguir sus palabras con
fidelidad. Los santos supieron escuchar y poner en práctica sus palabras. Cada uno,
a su manera, supo encarnar alguna de estas bienaventuranzas de forma especial.
Hoy, desde la experiencia vivida, nos llega su mensaje: fueron auténticos hijos de
Dios que, viviendo en fidelidad, atravesaron todas las inclemencias que el mundo
opuso a esa fidelidad. Hoy los recordamos como modelos a seguir. Sus nombres
tienen poco interés, son muchedumbre. Su vida es constatación de que la gracia
sigue operando entre los hombres cuando vivimos abiertos a su fuerza.
La fiesta nos invita a dar gracias a Dios por tantas personas buenas que han sido
fieles a Jesucristo y han contribuido con su bondad a hacer un mundo más humano
donde se refleja mejor la realidad del Reino. Al mismo tiempo nos invita a revisar
nuestra propia vida a la luz de lo que esa muchedumbre de santos proclama, desde
el convencimiento de que ser hijos de Dios es un compromiso que encuentra en las
bienaventuranzas su mejor expresión.
Fray Salustiano Mateos Gómara
Convento de San Pablo y San Gregorio (Valladolid)