XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.
Pautas para la homilia
"Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus
fuerzas"
¿Será posible el amor?
En esta época de crisis, parece absurdo preguntarse por el sentido de amar y ser
amado. Quizás, si hiciéramos una encuesta sobre amar, estaría llena de ítems que
matizarían las respuestas, porque su concepto ha cambiado a lo largo de la historia
y las situaciones culturales y económicas. Sobre todo, por el egoísmo social y
personal con el que nos hemos conducido. Pero si una de las preguntas fuera: ¿en
qué nivel de importancia situarías el amor en tu vida, como nivel de preocupación?
A no ser que nos llevemos una sorpresa, muchos no dirían la verdad, otros
matizarían lo complicado de la respuesta, y otros ni siquiera la tendrían en cuenta
por su nivel ausente de profundización en el tema.
Pero, estadísticamente hablando ¿se puede medir la capacidad de amar? ¿Se puede
medir nuestra capacidad para recibir amor? ¿Se puede medir nuestro nivel de
aprendizaje a la hora de amar? ¿Se puede cuantificar el amor? ¿Se puede medir
nuestra capacidad de sanar las heridas del amor?
Probablemente no, o quizás salgan muchas hipótesis que respondan algo parecido a
la piscología del sentido común, pero difícilmente contrastable.
Sin embargo, es un hecho que sufrimos por la ausencia del amor, y sufrimos por los
problemas que surgen a la hora de amar, e incluso sufrimos por nuestra idea
equivocada o incoherente sobre lo que es el amor. Es un hecho, también, que
cuando comprobamos que, en nuestro interior, nuestra relación de amor con
nuestra pareja ya no resuena tanto, ha podido envejecer, o ha llegado a una
situación de costumbre, decidimos romper con la relación; y cuando la pareja se ha
roto, el amor que pudo haber ahora muestra su cara más oculta: un amor
vengativo, de odio, por lo sufrido. ¿Adictos al amor? Más bien, ¿adictos al sufrir?
Quizá, con nuestras capacidades de contemplar la historia, y sobre todo de
justificarnos para evadir la pregunta, intelectualmente, podríamos referirnos o
refugiarnos en una obra antigua, de un romano, Ovidio (año 43 a. de Cristo) que
escribió una trilogía formada por tres poemas didácticos de tema erótico: Arte de
amar ( Ars Amandi o Ars Amatoria ), Remedios de amor ( Remedia Amoris ) y
Cosméticos para el rostro femenino; con la finalidad de quedarnos en un terreno
intelectual, pero al mismo tiempo superficial, y la usemos como actitud, a modo de
un cosmético para nuestra respuesta defensiva.
También, es probable que regrese a nuestra memoria la obra de Erich Fromm,
sobre el arte de amar que estudia la naturaleza del amor en sus diversas formas:
amor de padre y de madre, amor a uno mismo, amor erótico y amor a Dios. El
autor postula que los elementos necesarios para el desarrollo de un amor maduro
son el cuidado, la responsabilidad, el respeto y el conocimiento. En el capítulo tres
Fromm realiza un análisis del amor y su significado en la sociedad actual, en el cual
llega a la conclusión de que el modo capitalista de producción tiende a enajenar al
hombre y a imposibilitarlo -al menos socialmente- para amar.
Sin embargo, antes de darnos demasiadas justificaciones, se haga necesario aplicar
el principio de simplicidad, o la Navaja de Ockham, que consiste en que: ante dos
ideas una simple y otra compleja, probablemente, la más cierta sea la simple.
Aplicando este principio hemos de cuestionarnos algo, que, a mi modo de ver, es
importante caer en la cuenta: ¿qué validez le damos hoy al amor en nuestra vida,
en nuestra fe, en nuestro entorno? ¿Queda algún ápice de capacidad en nosotros
para que vuelva el amor a ser habitable en: nuestra fe, nuestra iglesia, nuestra
sociedad, nuestras relaciones, nuestra personalidad?
Por ello, quiero expresar que regresar a los orígenes del amor es más sencillo. Si lo
miramos con la fe, aquella que hemos de poner en nuestra capacidad de amar,
quizás venga a nuestra memoria el pasaje de este domingo de la primera lectura
del libro del Deuteronomio, o los textos de San Pablo sobre el amor, o los textos de
Juan en sus cartas, o las palabras de Jesús sobre el amar y sus apuntes que
intentan completar, perfeccionar, los mandamientos de la ley mosaica.
Lo cierto, es que hace falta que volvamos a creer en el Amor, y en nuestra
capacidad de amar y recibir amor. Pero también, no sólo hay que recuperar la fe en
el amor, sino creer en un amor de fe, aquello que somos capaces de amar por la fe,
aquel amor que despierta la fe. Es importante, que no sólo necesitemos
comprender el amor, por su ausencia, sino que comprendamos también que
necesitamos reeducarnos y volver a un sentido nuevo y distinto de valor de amar,
porque hemos equivocado la idea, el pensamiento, la actitud, y la comprensión de
la experiencia de lo que es amar. Y por los sufrimientos, lo hemos relativizado
tanto, que nos cuesta reconocer nuestra fragilidad: nuestra necesidad de amar o
nuestra necesidad de ser amados.
Y podemos hacerlo, al hilo de las lecturas de este domingo, cuestionándonos algo
muy simple: ¿por qué no amar lo que Dios ama en mí?
Corazón, alma y fuerzas concentradas para amar a Dios.
El Libro del Deuteronomio (6, 2-9), por boca de Moisés hablando al pueblo de
Israel, nos invita a una cosa muy simple “ESCUCHA ISRAEL”: “El Seor nuestro
Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas”. Palabras que quedarán grabas en la memoria de
generación en generación. Pero, para ello hemos de ponernos en su presencia,
conocerlo, profundizarlo, y personalmente, hacerlo en mi interior para calibrar en
qué medida esta verdad de fe de la antigua alianza, ha traspasado las fronteras del
tiempo y las generaciones, y he dejado impregnarme por ella, para escucharla,
contemplarla, y aceptarla; pero no como un deber, no como un mandamiento, no
como una obligación que me impongo o me imponen, sino como un talante, como
una actitud permanente y constante, algo que sea incapaz de caducar en mi
interior. Pero, ¿logramos amar si sólo nos quedamos en contemplar este texto? Me
temo que no, y el Evangelio nos ayudará a comprenderlo.
Permanece para siempre
La carta a los hebreos (7, 23-28), pone la memoria en la sucesión de los sacerdotes
por su carácter de finitud, muchos murieron y la muerte les impedía permanecer en
su cargo. Pero Jesús, como Sumo Sacerdote y Sacrificio único, permanece para
siempre, su sacerdocio no pasa, no caduca, porque no es cronológico, no pertenece
a este tiempo, aunque actúe en este tiempo, y en todos los tiempos; por ello,
puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque
vive siempre para interceder por nosotros. Su sacrificio lo hizo una vez para
siempre, ofreciéndose a sí mismo, y lo hizo por una razón de amor. Y ese amor
permanece para siempre, es eterno. Era una condición de la nueva alianza
restablecida en Cristo Jesús, consagrar al Hijo, perfecto para siempre. Poniendo al
amor en el ámbito de lo sagrado. Y todo esto, lo hizo por amor al Dios Padre, y por
amor al pueblo congregado en torno a Dios. Sólo hace falta elegir libremente una
actitud indispensable para ello: acercarse a Cristo, para que por medio de Él, se
acerquen a Dios.
Amar al prójimo como a ti mismo
Jesús, en el Evangelio de Marcos (12, 28b-34), no sólo contesta a la pregunta de
un letrado sobre ¿qué mandamiento es el primero de todos? Y Jesús, con las
palabras de Moisés, actualizándolas: Amar a Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma, con toda tu mente, con todo tu ser. No obstante, añade un segundo
mandamiento en su enseanza: “Amarás a tu prjimo como a ti mismo”. “No hay
mandamientos mayor que estos”. Jesús da por sentado que nos amamos a nosotros
mismos, o que hemos de amarnos como criaturas de Dios, asemeja el amor a uno
mismo al amor de Dios. Desde luego, nadie puede amar a otro ser, ni a Dios, si no
es capaz de amar la bondad proclamada por Dios en la creación cuando creó al ser
humano, es decir, si no es capaz de amarse a sí mismo. Sin embargo, esto, lejos de
conducirnos al egocentrismo, al narcisismo, al egoísmo o al desprecio que son
formas de vivir dependiendo de los frutos del desamor, del miedo, o la inseguridad;
más bien, nos ha de ayudar a llenarnos de una mutua estima, como respuesta al
amor que Dios puso en nosotros desde la creación. Ámate como Dios te ama.
Luego, para sanar las heridas, llena tu vida, tu ser de un sentido capaz de
comprender y expresar lo mutuo, la reciprocidad; y el amor recibido por Dios, hazlo
extensivo: ama a tu prójimo. Y aunque es puesto en un segundo momento, la
realidad más simple, es la más inmediata: mi propia persona, mi ser más cercano,
y mis seres más próximos. Y para curar las heridas no hay nada como los gestos de
amor.
Amar a Dios, amar al prójimo, y amarse a sí mismo, vale más que cualquier
sacrificio y holocausto que podamos pensar u ofrecer, es la respuesta del letrado
ante la enseñanza de Jesús.
Si comprendemos esto, Jesús también proclamará para este tiempo, no estás lejos
del Reino de Dios.
Fr. Alexis González de León O.P.
Convento de Ntra. Sra. de Candelaria (Tenerife)