SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS (1 de Noviembre)
Padre Julio Gonzalez Carretti O.C.D
La idea central de esta liturgia de la Palabra, es celebrar la santidad de Dios, la cual
estamos llamados a vivir, todos los cristianos bautizados. La primera lectura, nos
presenta esa muchedumbre inmensa, que ya alcanzó la victoria sobre la muerte, y
está en la presencia de Dios Trinidad, en el Reino de los Cielos. El apóstol Juan, nos
asegura, que somos hijos de Dios, y por lo tanto, purificados por la vida teologal,
alcanzamos la vida eterna, para contemplar a Dios tal cual es. Las
bienaventuranzas, en el evangelio, nos presentan todo un programa de santidad,
decisivo para nuestra salvación a realizar en esta vida, y alcanzar así la visión
beatífica. Litúrgicamente, se celebran todos los Santos conocidos y desconocidos,
pero que ya gozan de Dios para siempre, inspiración para retomar el camino de
santidad que conduce a la Casa del Padre, ocupar nuestro lugar luego de una vida
entregada a ÉL y el prójimo en el cielo.
Lecturas bíblicas:
1.- Ap. 7, 2-4, 9-14: Vi una muchedumbre inmensa que nadie podría
contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas.
El Apocalipsis nos presenta el resultado de la batalla que los cristianos, dieron
frente al Imperio Romano, visto como un absoluto en su tiempo, como un poder
que no acabaría jamás. La vida cristiana, era todo un desafío al no considerar al
emperador un dios, y divinizar la ciudad de Roma. Los creyentes, se preguntaban
por el sentido y fin de la historia. El apóstol, responde con la fe y la esperanza
cristiana para contemplar el futuro, ya que el Imperio, no respondía a todas las
aspiraciones del hombre. Frente a la aparente solidez de la mística Imperial, el
apóstol presenta, la solidez de la esperanza cristiana, donde la salvación de Dios, es
una realidad en la comunidad eclesial, pero también en el resto de la humanidad.
La descripción del número de los elegidos, simboliza la plenitud, es decir, una gran
multitud. La “salvación es de nuestro Dios, del que está sentado en el trono y del
Cordero” (v. 11). Se piensa en la vida futura, las comunidades cristianas, hacen
una opción en sentido ético y profético, no política. Jesús resistió a los nacionalistas
judíos, Pablo ordena a las comunidades someterse a las autoridades legítimamente
elegidas (cfr. Rm. 13, 1); la fe cristiana, no era ni es, un partido político o un
partido alternativo, existentes en ese momento. Esto no los privaba ni ayer ni hoy,
de ser críticos con el poder reinante, en lo que se refiere a la opresión y represión,
con carácter de absolutismo. La liturgia celestial, presenta esta muchedumbre
frente al Cordero, son los mártires, que llevan la vestidura blanca y las palmas en
sus manos, signos de victoria, porque no se contaminaron con la idolatría del
Imperio. Han triunfado sobre la bestia, su imagen y la cifra de su nombre. Cantan
ahora la salvación obtenida de parte de Dios, antes pedían justicia y venganza (cfr.
Ap. 6,9-11) ahora cantan delante de Dios su poder (cfr. Ap. 15,1-4; 19,1-4). La
tribulación de la que vienen, puede suponer una persecución reciente o la
permanente opresión de la política imperial. Sufren por ser fieles a la Palabra de
Dios y del testimonio de Jesús, pero fueron fieles hasta el final, por ello son
coronados de gloria sempiterna.
2.- 1Jn. 3, 1-3: Veremos a Dios tal cual es.
La idea del nacimiento es frecuente en Juan, aplicada a la vida divina, tiene su
origen en el bautismo. Este nuevo nacimiento le confiere al cristiano, la naturaleza
de hijo de Dios. Su amor es tan grande, que engendra al hombre, por amor a su
vida divina; es realmente hijo de Dios, no sólo es una declaración jurídica. La
filiación divina, consiste en la participación de una vida nueva, en una nueva
naturaleza semejante a la de Dios, el cual adopta al hombre por medio de un nuevo
nacimiento o regeneración. Tanto nos ha amado Dios, que no sólo nos dio a su Hijo
único, sino que nos ha hecho hijos suyos por adopción, comunicando su propia
naturaleza. Esta dignidad de los hijos de Dios, no la reconoce el mundo, como
tampoco reconoció a Jesucristo. Como esta nueva dignidad es una participación en
la vida de Dios, si el mundo no lo conoce, tampoco conocerá a los hijos de Dios. El
amor divino, realidad espiritual, es perceptible por sus efectos y objeto de la fe,
amor que viene del cielo gratuitamente. El amor de Dios, trasfondo, sustrato,
esencia de toda esta realidad, es un don gratuito para el hombre, ÉL nos lo da sólo
por su gracia, sin mérito de nuestra parte. Este amor particular de Dios por los
discípulos de su Hijo, se extiende a todos los que lo aman, escuchan y obedecen.
Ser llamados por Dios equivale a ser, bíblicamente hablando, realiza lo que ese
nombre o misión conllevan, por lo tanto si el cristiano está llamado a ser hijo de
Dios, es porque realmente es hijo suyo en Cristo Jesús, el único Hijo (v.1). Nuestra
filiación divina, no es una metáfora, sino una hermosa realidad teológica. En un
segundo momento, el apóstol apunta a la plena manifestación de esta realidad,
desconocida por el mundo y también por los fieles, porque todos sus efectos
todavía no se han manifestado (v.2). Los divinos misterios los vislumbramos desde
esta vida, pero es en la eternidad, donde alcanzarán su realización; somos hijos de
Dios desde ahora, porque esa vida de Dios, ya mora en nuestro espíritu. Sólo en el
cielo, los hijos de Dios contemplaremos a Dios Padre, tal cual es; el premio ya lo
pregustamos en fe y esperanza teologal. Cuando aparezca Cristo glorioso en su
parusía, o se haya terminado nuestro camino de perfección, entonces gozaremos de
la visión beatífica, “nos haremos semejantes a ÉL” (v. 2), porque la filiación divina
descubrirá toda su hondura de ser semejantes a Dios. La visión beatifica implica
una unión más consciente, y por lo tanto, más perfecta del alma con Dios. Veremos
a Dios cara a cara, visión inmediata en conocimiento y amor. La esperanza de la
visión beatifica, es motivo suficiente para purificarse de los pecados mediante la
gracia que viene de los méritos de Cristo que adquirió en la Cruz; con su sangre
purifica la conciencia de los hombres (v.3). Es lo que nosotros podemos contribuir,
el esfuerzo, a la obra que la gracia realiza en cada cristiano (cfr. 1Jn.1,7). La
verdadera pureza del cristiano, nace de la amorosa imitación de Cristo: si ÉL es
puro, santo, el cristiano a de pedir esa pureza y santidad a ÉL, con el esfuerzo de
conseguir esa pureza de vida y santidad día a día.
3.-Mt. 4, 25; 5, 1-12: Estad alegres y contentos, porque vuestra
recompensa será grande en el cielo.
El evangelista Mateo, nos presenta las enseñanzas éticas más importantes de
Jesús, coleccionadas como un gran discurso. Para Mateo es importante presentar a
Jesús, como un nuevo Moisés, fundador del nuevo pueblo de Dios con sus leyes,
mandamientos y promesas. El monte de las bienaventuranzas, es la plenitud de lo
que se escribió en el monte Sinaí. Bienaventurados los pobres de espíritu
(v.3), es decir los hombres pobres, honrados, piadosos y justos, que sufren la
injusticia del rico opresor. Quien vive honradamente, practica la justicia y está
abierto a Dios, será recompensado por ÉL. La injusticia es incompatible con la
integridad, la santidad exigida por Dios. La verdadera pobreza de espíritu, va
acompañada de la sencillez de corazón, por conocer la necesidad que el hombre
tiene de Dios, por la integridad y apertura al prójimo. Los mansos (v.4), son
estos mismos pobres que heredarán la tierra, una sociedad más humana, donde
todos tengan lo necesario para vivir y poder alcanzar el Reino de Dios. El Señor
Jesús venció la enfermedad, el hambre, el dolor, y así caminó hacia su misterio
pascual de muerte y resurrección. Los que lloran (v.5), los afligidos serán
consolados por el Mesías de todo el dolor humano que provoca el pecado, la muerte
y Satanás. Jesús resucitado venció precisamente a estos enemigos. Dios, es el Dios
del consuelo, enseña el profeta (cfr. Is. 40). Bienaventurados los que tienen
hambre y sed de justicia (v.6). Es la tendencia de recibir lo que necesitan,
añoranza de Dios, que donará la justicia a los oprimidos, que cese la injusticia (cfr.
Is. 55,1; Sal. 42,2). Esta esperanza la cumple a cabalidad la aparición del Mesías,
que es denominado “Yahvé es nuestra justicia” (Jr. 23,6; 33,16; Is. 11,1-14). Los
misericordiosos (v.7), son los que obran como Dios, es decir, son misericordiosos
perdonando a su prójimo, experimentan en su vida a Dios, desde su amor, su
compasión, su comprensión, su ayuda. La oración que nos enseñó Jesús, es a
perdonar como somos perdonados. Los limpios de corazón (v.8), son no sólo los
castos y puros, sino aquellos, cuya vida es reflejo de caridad divina y claridad, sin
doblez, viven con rectitud de intención. Los que trabajan por la paz (v.9), son
los que trabajan por ella, como Dios trabaja, servimos al Dios de la paz (cfr. Rm.
15, 33; 16, 20). Su Hijo Jesucristo, es el Príncipe de la paz, que con su sacrificio,
ha derribado el muro del odio entre judíos y gentiles, Él es nuestra paz (cfr. Ef.
2,14-16). Los perseguidos por la justicia (v.10), son los justos que sufren la
injusticia de los ricos y opresores; en la misma suerte que conoció Jesús, tienen
participación sus discípulos. La conclusión del evangelio, es motivo de gozo y
alegría, porque lo que ellos y la comunidad eclesial vivirán en el futuro, fue
experiencia de los profetas y del propio Jesús. Las bienaventuranzas, son la carta
magna del cristiano, que como los mandamientos de Moisés ayudan al hombre a
conocer la voluntad de Dios que lo lleva a la santidad, comunión plena de amor y
conocimiento, culmen de su vocación humana y cristiana. La gloria de todos los
santos es también nuestro destino; ellos interceden para que lleguemos a ese
estado de unión y felicidad, mientras caminamos hacia la vida eterna.
Santa Teresa de Jesús, contempla en el cielo las almas de los bienaventurados,
envidia su dicha y aspira alcanzarla y pide por los cristianos que como ella caminan
hacia la eternidad. “¡Oh almas que ya gozáis sin temor de vuestro gozo y estáis
siempre embebidas en alabanzas de mi Dios! Venturosa fue vuestra suerte. Qué
gran razón tenéis de ocuparos siempre en estas alabanzas y qué envidia os tiene mi
alma, que estáis ya libres del dolor que dan las ofensas tan grandes que en estos
desventurados tiempos se hacen a mi Dios, y de ver tanto desagradecimiento,…
¡Oh bienaventuradas ánimas celestiales! Ayudad a nuestra miseria y sednos
intercesores ante la divina misericordia, para que nos dé algo de vuestro gozo y
reparta con nosotras de ese claro conocimiento que tenéis. Dadnos, Dios mío, Vos
a entender qué es lo que se da a los que pelean varonilmente en este sueño de esta
miserable vida. Alcanzadnos, oh ánimas amadoras, a entender el gozo que os da
ver la eternidad de vuestros gozos, y cómo es cosa tan deleitosa ver cierto que no
se han de acabar. ¡Oh desventurados de nosotros, Señor mío!, que bien lo sabemos
y creemos; sino que con la costumbre tan grande de no considerar estas verdades,
son tan extrañas ya de las almas, que ni las conocen ni las quieren conocer. ¡Oh
ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad
tan deleitosa y permaneciente con este precioso precio!, decidnos: ¿cómo
granjeabais con él bien tan sin fin? Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente;
coged agua para los que acá perecemos de sed.” (Exclamaciones 13,1.2.4).