XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Segunda Lectura: Heb 7, 23-28:
Jesús tiene un sacerdocio eterno, porque Él permanece para siempre
Jesús tiene un sacerdocio eterno, porque Él permanece para siempre. La
carta a los Hebreos en la segunda lectura, prosigue la enseñanza sobre el
sacerdocio que comenzó el domingo anterior. En ella se nos presenta el sacerdocio
de Cristo como el único sacerdocio. Único, porque la muerte impide a los demás
sacerdotes permanecer en su cargo; Cristo, permanece para siempre y posee un
sacerdocio que no pasa. Él vive siempre y por eso intercede siempre por nosotros.
Sigue la comparación entre el sacerdocio de Jesucristo y el de los grandes
sacerdotes de Jerusalén. En éstos, la muerte pone fin a sus funciones; por el
contrario, Jesucristo es precisamente después de haber muerto y resucitado que
entra de lleno en su sacerdocio celestial, “porque vive siempre para interceder en
favor” de los hombres; los sacerdotes antiguos, al morir, tenían que ser sucedidos
por otros sacerdotes, mientras que Jesús “tiene el sacerdocio que no pasa”.
El sacerdote de Cristo es único también por otros motivos: es santo, sin
mancha; no necesita ofrecer sacrificios por sus propios pecados, y después por los
del pueblo. Por los del pueblo, lo hizo de una vez por todas, ofreciéndose a sí
mismo. En la ley de Moisés, los sumos sacerdotes están llenos de debilidades. En la
Nueva Alianza, el Hijo, llevado hasta su perfección, es designado por el Padre único
y verdadero Sumo Sacerdote.
Este único sacerdocio de Cristo es participado por todos en la Iglesia
mediante el sacramento del bautismo. Pero es preciso advertir que el sacerdocio,
en todos sus grados, y por consiguiente, tanto en los obispos como en los
presbíteros, es una participación del sacerdocio de Cristo que, según la carta a los
Hebreos, es el único sumo sacerdote de la nueva y eterna Alianza, que se ofreció a
si mismo de una vez para siempre con un sacrificio de valor infinito, que permanece
inmutable y perenne en el centro de la historia del amor de Dios por el hombre, en
vistas a su salvación (cf. Hb 7, 24.28).
No existe ni la necesidad ni la posibilidad de otros sacerdotes además de, o
junto a Cristo, el único mediador (cf. Hb 9, 15; Rm 5, 15.19;1 Tm 2, 5), punto de
unión y reconciliación entre los hombres y Dios (cf. 2 Co 5, 14.20), el Verbo hecho
carne, lleno de gracia (cf. Jn 1, 1.18), verdadero y definitivo sacerdote (cf. Hb 5, 6;
10, 21), que en la tierra llevó a cabo la destrucción del pecado mediante su
sacrificio (Hb 9, 26), y en el cielo sigue intercediendo por sus fieles (cf. Hb 7, 25),
hasta que lleguen a la herencia eterna conquistada y prometida por él. Nadie más,
en la nueva alianza, es sacerdote en el mismo sentido.
El sacerdocio de Cristo es eterno. Dura siempre. Como la muerte ya no tiene
poder sobre Cristo, éste permanece para siempre, y ejerce un sacerdocio
‘exclusivo’. Puede salvar definitiva y perennemente a los hombres y unirlos a Dios.
Vive para interceder por nosotros, y su intercesión es eterna, porque deriva del
sacrificio que consumó una vez por todas en el calvario.
Si Jesús tiene un sacerdocio eterno, porque Él permanece para siempre,
entonces Jesús nos abre la puerta de par en par, de manera definitiva. “Está
siempre vivo para interceder por nosotros”. Su resurrección es la garantía de la
eternidad de su misión respecto a nosotros. Jesús no deja de orar, de suplicar a su
Padre por nosotros, por mí, por todos los hombres como sacerdote eterno que
media, intercede ante Dios por los hombres.
Jesús tiene un sacerdocio eterno, porque Él permanece para siempre. Sí,
toda la riqueza de Cristo “es para todo hombre y constituye el bien de cada uno”
(RH 11). Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su
Encarnación “por nosotros los hombres y por nuestra salvación” hasta su muerte
“por nuestros pecados” (1 Co 15, 3) y en su Resurrección “para nuestra
justificación” (Rm 4,25). Todavía ahora, es “nuestro abogado cerca del Padre” (1 Jn
2, 1), “estando siempre vivo para interceder en nuestro favor” (Hb 7, 25). Con todo
lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para
siempre “ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24).
Agradecemos al Padre, por manos de Nuestra Señora de la Soledad, porque
tenemos en Cristo al Sumo sacerdote santo, inocente, sin mancha. Él está siempre
vivo para interceder en favor nuestro (Hb 7, 25).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)