XXXI Semana del Tiempo Ordinario (Año Par)
Padre Julio Gonzalez Carretti O.C.D
JUEVES
Lecturas bíblicas:
a.- Flp. 3,3-8: Lo que era ganancia, lo consideré pérdida comparado a
Cristo.
b.- Lc. 15, 1-10: Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierta.
Encontramos dos parábolas: la oveja (vv.1-7) y la dracma perdida (vv. 8-10),
conocidas como parábolas de la misericordia. Comienza el texto señalando que eran
los publicanos y pecadores quienes vienen a escucharlo, pero también los fariseos
y escribas que murmuran porque Jesús los acoge. Estos pecadores han visto a
Jesús y sus obras; lo escuchan, porque lo comprenden por su palabra. Ofrece la
salvación y conversión, reforma de costumbres y actitudes. Escuchar es camino o
comienzo de la fe y la fe es comienzo de la conversión y perdón. Escuchar alcanza
su coronamiento en la obediencia a la fe. Es Jesús, el profeta, por esto acuden a ÉL
los pecadores, así se acercan a Dios (cfr. Jr. 29, 12ss). Los fariseos murmuran
contra Jesús, porque hace vano su deseo de santidad del pueblo escogido
acogiendo a publicanos y pecadores. Creían que al proscribir al pecador se alejaba
al pecado de la comunidad, manteniendo así la santidad. Jesús justifica su obrar
porque así actúa Dios Padre, acoge a los perdidos, los pecadores, los que nadie
quiere. Como Padre no margina a nadie, sino que se alegra de recuperar y salvar lo
perdido en la situación de pecado en que se encuentra, devolviéndole su dignidad
humana y de hijo de Dios. “Porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que
se convierta de su conducta y viva” (Ez. 33, 11). El tema de la misericordia divina
recorre toda la Escritura, y es la síntesis de toda la historia de la salvación que Dios
ha hecho con toda la humanidad, amigo de los hombres que el mismo creó (cfr.
Sab. 11, 23). En la historia de la salvación, a diferencia de la sociedad, la
misericordia rehabilita al hombre, mientras que otros la entienden como un insulto
a la dignidad humana, Cristo lo eleva a su verdadera condición de hijo de Dios y
hermano de todos los hombres. Su amor que purifica y une, libra al hombre del
pecado y le devuelve la plenitud, de poder conducir su vida por el amor que recrea
en su relación con Dios, el prójimo y la creación. Les propone la parábola de la
oveja perdida. Para el pastor todas las ovejas son importantes, como para Dios,
cada uno de sus hijos, por ello va por la extraviada y la pone sobre sus hombros
cuando la encuentra y su alegría la comparte con los vecinos (v.6). De esta manera
se alegra Dios por un solo pecador que se convierte; no se consuela con los justos,
busca al pecador, no lo abandona, es suyo. Cuando éste se convierte, Dios lo recibe
en su casa, con demostraciones muy concretas de amor. El Hijo ha venido para que
nadie perezca, sino que se salve (cfr. Jn. 3,16). Ahora se entiende que Jesús se
siente a la mesa con los pecadores, porque el Padre se alegra al perdonarles, y
ellos también se alegran y hacen fiesta, por verse perdonados. La parábola de la
mujer representa a los pobres. Las dracmas de esta mujer, pueden ser las arras de
su boda, una pequeña suma de dinero, es lo único que tiene. Luego de buscarla,
encender la lámpara, barrer la casa, finalmente la recupera y su alegría la comparte
con sus vecinas. De la misma manera, se alegran sus ángeles, reflejo de la alegría
de Dios, por un pecador que se convierte. Las palabras de Jesús sobre la alegría de
Dios por los pecadores, su amor misericordioso, no opacan la soberana santidad de
Dios. La conversión es la clave de lectura de ambas parábolas. Es Dios, quien llama
al pecador, por medio de su Hijo, para volverlo a su hogar (cfr. Jn. 4,10.19; Jr.
24,7).
Santa Teresa de Jesús, narra como al leer la Confesiones de S. Agustín sintió una
fuerte convicción a la conversión personal. “En este tiempo me dieron las
Confesiones de San Agustín, que parece el Señor lo ordenó, porque yo no las
procuré, ni nunca las había visto. Yo soy muy aficionada a San Agustín, porque el
monasterio adonde estuve seglar era de su orden; y también por haber sido
pecador; que en los santos, que después de serlo, el Señor tornó a Sí, hallaba yo
mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda; y que como los
había el Señor perdonado, podía hacer a mí; salvo en una cosa me desconsolaba
como he dicho : que a ellos sola una vez los había el Señor llamado y no tornaban a
caer, y a mí eran ya tantas, que esto me fatigaba. Mas considerando en el amor
que me tenía, tornaba a animarme, que de su misericordia jamás desconfié; de mí,
muchas veces. ¡Oh, válgame Dios, cómo me espanta la reciedumbre que tuvo mi
alma, con tener tantas ayudas de Dios! Háceme estar temerosa lo poco que podía
conmigo, y cuán atada me veía para no me determinar a darme del todo a Dios.
Como comencé a leer las Confesiones, paréceme me veía yo allí, comencé a
encomendarme mucho a este glorioso Santo. Cuando llegué a su conversión y leía
cómo oyó aquella voz en el huerto, no me parece sino que el Señor me la dio a mí,
según sintió mi corazón; estuve por gran rato que toda me deshacía en lágrimas y
entre mí misma con gran aflicción y fatiga. ¡Oh, qué sufre un alma, válgame Dios,
por perder la libertad que había de tener de ser señora, y qué de tormentos
padece! Yo me admiro ahora cómo podía vivir en tanto tormento. Sea Dios alabado,
que me dio vida para salir de muerte tan mortal.” (V 9,8).