LA ASCENSION - C
Evangelio de la Misa: Lc 24,46-53
La alegría del cristiano
Llegó, por fin, el momento de la despedida: Jesús sube al cielo ante la
mirada atónita y asombrada de los apóstoles. Aunque ellos estaban
convenientemente advertidos de esto, pero, como se suele decir normalmente,
les parecía que eso no sucedería nunca.
Jesucristo les reúne y les amonesta de esta manera: “Así estaba escrito:
el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su
nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los
pueblos, comenzando por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de esto. Yo os
enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta
que os revistáis de la fuerza de lo alto”.
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Señor, que has subido a los cielos ante la mirada atónita y asombrada
de tus apóstoles. Ahí quiero estar yo también, y escuchar tus palabras
de despedida y acoger tus propuestas para formar parte el grupo
de los testigos del acontecimiento y del envío evangelizador.
¡Qué buenos testigos fueron, Señor, tus apóstoles por todo el mundo!
Gracias a ellos te conocemos, y podemos vivir y gozar de tu mensaje salvador.
El testimonio de su vida, su predicación y su muerte, sigue siendo faro luminoso
para la humanidad, y cimiento fuerte y seguro de tu Verdad, la única que libera,
la que muestra el verdadero camino, la única que redime del pecado,
y la única que salva con la oferta de la filiación divina.
Ayúdame, Señor, a valorar ese cimiento de la apostolicidad en la Iglesia:
su doctrina, su testimonio personal, su conexión contigo
que hace posible la continuidad de tu sacerdocio a lo largo de los siglos
en los sacerdotes, tus ministros y nuestros servidores.
También te pido especialmente por ellos, para que lo vivan y lo sientan
gozosamente; y desde esa grandeza divina, que portan sobre sus hombros,
sean Pastores buenos, humildes y generosos, entregados y santos.
Me satisface, Señor, ver a tus apóstoles, que, según el relato evangélico,
después de verte subir a los cielos, mientras bendecías a todos los presentes,
“ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría;
y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”.
Yo también deseo vivir esa alegría, y testimoniarla a mi alrededor,
y en todos los ambientes donde me sea posible.
Pues, además de que la alegría tiene que ser natural y habitual
en el verdadero cristiano, el mundo y la sociedad en general
está muy necesitada actualmente del optimismo,
de la alegría, de la ilusión por vivir y convivir en paz.
¡Qué importante e inexcusable deber tenemos los cristianos;
Y cuánto bien podemos hacer a nuestros hermanos con la alegría!
Ayúdanos, Señor, a entenderlo y a vivirlo así.
Padre Segismundo Fernandez Rodríguez