XXXII Domingo del Tiempo Ordinario B
1R 17, 10-16; Sal 145; Hb 9, 24-28; Mc 12, 38-44
«Y él les enseñaba: "Cuídense de los escribas, a quienes les gusta pasearse con
largas vestiduras, ser saludados en las plazas y ocupar los primeros asientos en las
sinagogas y los banquetes; que devoran los bienes de las viudas y fingen hacer
largas oraciones. Estos serán juzgados con más severidad". Jesús se sentó frente a
la sala del tesoro del Templo y miraba cómo la gente depositaba su limosna.
Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda de condición humilde y colocó
dos pequeñas monedas de cobre. Entonces él llamó a sus discípulos y les dijo: "Les
aseguro que esta pobre viuda ha puesto más que cualquiera de los otros, porque
todos han dado de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que
poseía, todo lo que tenía para vivir".»
La semana pasada el evangelio nos presentaba el mandamiento más importante, el
amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo; haciéndonos
presente que el amor es el signo de la vida cristiana; ya al respecto nos dice el
Papa Benedicto XVI: De Dios, aprendemos a querer siempre y solamente el bien
y nunca el mal. Aprendemos a mirar al otro no solo con nuestros ojos, sino con la
mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Amor a Dios y amor al prójimo son
inseparables y están en relación recíproca (Benedicto XVI, Ángelus, 4 de
noviembre de 2012). La presente semana, las lecturas vienen a manifestarnos que
todo cristiano está llamado a vivir con radicalidad la fe, siendo luz del mundo y sal
de la tierra, por eso que los profetas en el Antiguo Testamento denunciaban la
falsedad del culto exterior en el pueblo, que el mismo Cristo en el evangelio
denuncia dirigiendo sus palabras a los fariseos, escribas y sacerdotes; porque es
importante tener presente que desde el Antiguo Testamento se prefiguraba que el
cristianismo es la religión del corazón, por lo cual todo rito externo debe expresar la
vivencia interior del corazón del creyente.
El cristianismo es un acontecimiento, es un encuentro radical con el Señor de la
vida, en consecuencia no podemos separar el camino del seguimiento de Jesús de
la vida de santidad; gracias al bautismo estamos llamados a ser santos, como dice
el evangelio de Mateo: “sed perfectos como vuestro Padre celestial”, como Cristo
por varias veces en el evangelio de San Juan repite: “yo hago y digo lo que he
visto y oído de mi Padre”.
En la primera lectura contemplamos al profeta Elías con la viuda; de manera
paralela aparece otra viuda en el evangelio del presente domingo, depositando sus
dos monedas. En el Antiguo Testamento Yahvé Dios había dado este mandato al
pueblo de Israel: “proteger al huérfano, al extranjero y a la viuda”. Debemos
decir al respecto de una manera muy general que la posesión de los bienes hace al
hombre no disponible ante la llamada de Dios. Cuando Jesús llama a los primeros
apstoles dice el evangelio: “ y dejando las redes le siguieron”. En otro
evangelio se encuentra el relato del joven rico que se fue triste porque cuando
Jesús le pidió que venda sus bienes y los ceda a los pobres, se sintió incapaz de
hacerlo y no regresó más. Esto nos está indicando que las figuras de estas dos
viudas, en la primera lectura como en el evangelio, quieren significar que el
creyente, el que sigue detrás de las huellas de Cristo, está llamado a vivir en una
santa indiferencia con respecto a los bienes de este mundo, atento ante los
designios de Dios para poder responder a estos. Ya nos dice San Juan Crisóstomo:
El Seor no mira la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le
ofrece. No está la limosna en dar poco de lo mucho que se tiene, sino en hacer lo
que aquella viuda, que dio todo lo que tenía; pero, si tú no puedes ofrecer lo que la
viuda, por lo menos da lo que te sobre (San Juan Crisóstomo, hom. 1 in epist.
ad Heb).
El Papa Benedicto XVI nos dice al respecto: es significativo el episodio evangélico
de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del templo “todo lo que tenía para
vivir” (Mc 12,44). Su pequea e insignificante moneda se convierte en un símbolo
elocuente: esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee, sino lo que
es: toda su persona. Este episodio conmovedor se encuentra dentro de la
descripción de los días que precedente inmediatamente a la pasión y muerte de
Jesús, el cual, como señala San Pablo, se hizo pobre a fin de enriquecernos con su
pobreza (cf. 2Cor 8,9); se ha entregado a sí mismo por nosotros (Benedicto XVI,
Mensaje para la Cuaresma 2008).
Mediante esas dos viudas se desvela el verdadero significado de la pobreza de
espíritu, que constituye el contenido de la primera bienaventuranza en el sermón de
la montaña. Esto puede sonar a paradoja, pero esta pobreza esconde en sí una
riqueza especial. Como nos dice el siervo de Dios Juan Pablo II: La limosna, en
cualquiera de sus formas, es expresión de nuestra entrega y de nuestro amor al
Señor, que han de ir por delante. Dar y darse no depende de lo mucho o de lo poco
que se posea, sino del amor a Dios que se lleva en el alma. “Nuestra humilde
entrega –insignificante en sí, como el aceite de la viuda de Sarepta o el óbolo de la
pobre viuda– se hace aceptable a los ojos de Dios por su unión a la oblación de
Jesús (Juan Pablo II, Homilía en Barcelona, 7 de noviembre de 1982).
El evangelio nos pone el hecho, que no somos propietarios de los bienes que
poseemos, sino administradores, no debemos considerarlos una propiedad
exclusiva, sino medios a través de los cuales el Señor nos llama, a cada uno de
nosotros, para ser instrumentos de su providencia hacia el prójimo. Es importante
mencionar que la limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una
expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior
al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo en la
cruz se entregó a sí mismo por amor a cada uno de nosotros. Por lo tanto, cuenta
sobre todo el valor interior del don: la disponibilidad a compartir todo y dar todo al
otro.
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar