Comentario al evangelio del Domingo 11 de Noviembre del 2012
El gran valor de lo pequeño
El libro Guiness de los récords merecería constar en
ese mismo libro, porque constituye, él mismo, un verdadero récord, el de la vacuidad (por no decir, el
de la estupidez). Este libro es un monumento al culto de la magnitud, que hace de la cantidad la medida
de la calidad. La cantidad, la magnitud y el tamaño, desde luego, se imponen a la mirada. Para
aquellos, que, como los escribas en el Evangelio de hoy, lo importante es hacerse notar, que los vean y
reverencien, la cultura del récord es, sin duda, idónea, sobre todo, si no tienen otra cosa que mostrar
que le mera apariencia externa (en este caso, religiosa). Para esta mentalidad y este modo de vida, en el
que lo importante es el continente y no el contenido, si no te ven y reconocen es como si no existieras,
aunque sea altamente probable que esa existencia esté vacía por dentro. Porque, por poner un ejemplo
chusco, ¿qué interés puede haber en hacer la tortilla más grande del mundo (excepto el de que te
inscriban en el dichoso libro), si luego resulta que esa tortilla no es la más rica del mundo, que es lo
que, hablando de tortillas, realmente interesa?
Esta obsesión por ser los primeros y los más grandes revela la pérdida del sentido de lo que realmente
vale. Y es que lo que vale de veras no se puede medir cuantitativamente. Y medir la calidad, por más
que sea posible, es bastante más difícil. La tortilla más rica del mundo es la que le hace la madre a su
hijo, y sólo él, al comérsela, es capaz de captar ese valor que no admite cuantificación.
Con lo que estamos diciendo no se quieren ensalzar las perspectivas mediocres, las aspiraciones de
cortos vuelos, denigrando así el valor de la excelencia. Pero es que la excelencia no está ligada
necesariamente a la magnitud y a la capacidad de atraer la atención de muchos, sino a la autenticidad.
A eso llama hoy Jesús en el Evangelio: a la autenticidad que poco tiene que ver con el deseo de
sobresalir y hacerse la propaganda (incluso, con buenas obras, por ejemplo echando mucho dinero en
el cepillo del templo, pero cuidándose bien de que se note).
En realidad, no importa mucho ser grande y famoso, ocupar cargos muy importantes y estar en el
candelero público, cualquiera que sea el ámbito de actividad del que se trate (la política o la economía,
el deporte o el arte, la religión o la ciencia). Estar en la cumbre, al final, es algo no sólo accesorio, sino
con frecuencia también casual y dependiente de factores que escapan a nuestro control. ¡Cuántas veces
son meras combinaciones de circunstancias las que encumbran al mediocre o al incompetente! Pero,
incluso el que está en la cumbre de cualquier ámbito de la vida humana por méritos propios, por su
propia excelencia, no puede olvidar que hay cumbre porque hay una base y todo un cuerpo de la
montaña, sin los que él mismo no sería nada.
Así que lo importante no es dónde está uno y si llega o no a ser famoso: todo eso es polvo que se lleva
el viento. No importa ser un político reconocido, o un gran médico, o un artista, o un científico, o
deportista de fama, sino ser un auténtico político, ocupado del bien común (como un sencillo alcalde
de aldea), un verdadero médico, entregado a la salud de sus pacientes, un auténtico artista o científico o
deportista, consagrado de corazón a la propia actividad. Es decir, lo importante es hacer cosas buenas y
hacerlas bien , con el corazón, con convicción y autenticidad. La obra bien hecha, esto es, hecha en
conciencia, por convicción, con generosidad lleva en sí misma su propio premio y es independiente de
que obtenga o no el reconocimiento social. Si éste viene, bienvenido sea, pero no depende de él el que
nos dediquemos a la obra buena y perseveremos en ella. Y es que la vida humana está hecha en su
mayor parte de hechos y situaciones menudas, aparentemente insignificantes, pero en las que vamos
hilando, para bien o para mal, la trama de nuestra existencia. Es en la fidelidad de lo pequeño, como
nos recuerda Jesús en otros momentos (cf. Mt 25, 21-23), en donde se deciden y se fraguan las grandes
fidelidades.
Los maestros escultores medievales tallaban con todo detalle primorosas estatuas para los pináculos de
las catedrales góticas, que nadie iba a ver ni a disfrutar. Pero lo hacían movidos por el amor a la obra
bien hecha y, sobre todo, por amor al Dios al que consagraban su arte. Creían en Dios y creían en lo
que hacían.
Y es que la fidelidad en lo menudo, como hacer bien las cosas que hacemos, incluso las más
aparentemente insignificantes, es también una cuestión de fe, esto es, de confianza.
Esa fe es lo que se descubre en la viuda de Sarepta, que, fiada de la palabra del profeta, es capaz de
compartir lo poquísimo que tiene con el forastero que le solicita ayuda. Ella, una extranjera, a
diferencia del Pueblo elegido, sí que fue capaz de escuchar y acoger la Palabra profética, esto es,
procedente del mismo Dios, y obtuvo así la salvación. Y es esa misma fe la que mueve a la pobre viuda
del Evangelio de hoy, que al dar limosna, bien insignificante en cantidad, lo da todo, esto es, se da ella
misma. Y a diferencia de la viuda que socorrió a Elías, aquí no nos consta que obtuviera por ello un
premio en esta vida. Pero sabemos que mereció el elogio de Jesús, por lo que obtuvo un tesoro en el
cielo.
Los dos reales de su limosna simbolizan que lo más valioso de la vida no se decide, la mayoría de las
veces, en grandes acciones, sino en los pequeños detalles de cada día. Son ellos los que ponen a prueba
la autenticidad de nuestra vida y los que nos preparan para los grandes momentos, si es que llegan. No
podemos descuidar el detalle de que esta pobre viuda dio sus dos reales al tesoro del templo. Para
nosotros el templo es el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Y esto significa aquí, además de la ayuda
material que podemos y debemos realizar para el sostenimiento de nuestra Iglesia, que nuestra
aportación a la construcción del cuerpo de Cristo es esencial, por muy pequeña que pueda parecernos:
es esencial porque es la nuestra, y lo que nosotros podemos aportar podemos darlo sólo nosotros; y su
posible insignificancia lo es sólo a los ojos de quienes todo lo miden sólo en términos de cantidad o de
relumbrón, pero no para los ojos capaces de descubrir la autenticidad del corazón, la capacidad de
entregarse a Dios y a los hermanos.
Es ese corazón auténtico lo que ve Dios con los ojos humanos de Jesús. Jesús sabe ver bien esa
autenticidad de la entrega, porque de entregarse hasta el final sabía un rato, como nos recuerda hoy el
autor de la Carta a los Hebreos: él lo dio todo, su propia vida, de una vez y para siempre, para
salvarnos del pecado y de la muerte, también de la vacuidad de las obras aparentes, pero que por dentro
están muertas.
En conclusión, podríamos extraer de las lecturas de hoy tres lecciones principales:
Como la viuda de Sarepta, ser generosos incluso en la necesidad, gracias a la fe/confianza en la
palabra profética que Dios nos dirige de tantas maneras, pero especialmente por medio de su
Palabra, proclamada y escuchada en la liturgia de la Iglesia.
Como la pobre viuda del Evangelio, ser capaces de darnos del todo en aquello que hacemos y a
aquellos con los que y por los que vivimos. Y hacerlo en los pequeños detalles (los aparentemente
insignificantes dos reales) de cada día.
Sin dejarnos cegar por el culto a lo grandioso (que puede ser sólo grandilocuente), tener, como
Jesús, ojos para ver esos pequeños detalles en los demás, ojos para la grandeza que se manifiesta
en lo pequeño. Porque también en la capacidad de reconocer el bien de los demás hay que ser
generoso.
José María Vegas, cmf