XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Segunda Lectura: Heb 9, 24-28:
Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos
Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos. El autor de la
carta a los Hebreos, en la segunda lectura, habla de la función ritual de los
sacrificios cruentos de la Antigua Alianza, que servían para purificar al pueblo de las
culpas legales, y los compara con el sacrificio de la cruz, y luego exclama: “¡Cuánto
más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a
Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios
vivo!” (Hb 9, 14). Después de haber comparado la entrada del gran sacerdote en el
templo y la de Jesús, el autor vuelve al tema del sacrificio de Jesús como sacrificio
único, una vez por siempre, cumpliendo su misión: liberar a los hombres del
pecado, tomando sobre sí los pecados de todos.
Cristo sacerdote y hostia es, como tal, el artífice de la salvación universal, en
obediencia al Padre. Él es el único sumo sacerdote de la Alianza nueva y eterna
que, realizando nuestra salvación, da al Padre el culto perfecto, del que las antiguas
celebraciones del Antiguo Testamento no eran más que una prefiguración. Con el
sacrificio de su sangre en la cruz, Cristo “penetr en el santuario una vez para
siempre…, consiguiendo una redencin eterna” (Hb 9, 12). Así aboli todos los
sacrificios antiguos para establecer uno nuevo con la oblación de sí mismo a la
voluntad del Padre (cf. Sal 40, 9). “Y en virtud de esta voluntad somos santificados,
gracias a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo…”.
Esta ofrenda única y de valor infinito del sacrificio de Cristo no significa que la
celebración eucarística no sea un verdadero sacrificio. En realidad, el sacrificio de
Cristo fue único, que realizó hace más de dos mil años en el Calvario; pero nosotros
lo celebramos cada día. El mismo nos encarg: “Hagan esto en memoria mía”. Y
“cada vez que comemos este pan y bebemos este cáliz, anunciamos la muerte del
Seor hasta que venga” (1 Co 11 ,26).
Por esto, la constitución dogmática sobre la Iglesia reafirma que los
presbíteros “su oficio sagrado lo ejercen, sobre todo, en la culto o asamblea
eucarística, donde, obrando en nombre de Cristo y proclamando su misterio, unen
las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican en el
sacrificio de la misa, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del Nuevo
Testamento a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre una vez por
todas, como hostia inmaculada” (LG 28; CEC 1566).
Al respecto, el decreto Presbyterorum ordinis presenta dos afirmaciones
fundamentales: a) la comunidad es congregada, por medio del anuncio del
Evangelio, para que todos puedan hacer la oblación espiritual de sí mismos; y b) el
sacrificio espiritual de los fieles se vuelve perfecto mediante la unión con el
sacrificio de Cristo, ofrecido de modo incruento y sacramental por medio de los
presbíteros. Todo su ministerio sacerdotal saca su fuerza de ese único sacrificio (cf.
PO 2; CEC 1566).
En ese único sacrificio tomó parte activa María, la primera redimida, la Madre
de la Iglesia. Estuvo al lado del Crucificado, sufriendo profundamente con su
Unigénito: se asoció con espíritu materno a su sacrificio; consintió con amor a su
inmolación (cf. LG 58; MC 20): lo ofreció y se ofreció al Padre. Cada Eucaristía es
memorial de ese Sacrificio y de la Pascua que volvió a dar la vida al mundo; cada
Misa nos pone en comunin íntima con Ella, la Madre, cuyo sacrificio “se vuelve a
hacer presente”, como “se vuelve a hacer presente” el sacrificio del Hijo en las
palabras de la consagración del pan y del vino pronunciadas por el sacerdote (cf.
Catequesis en la audiencia general del miércoles, 1 de junio, n. 2; L’Osservatore
Romano, Edición en Lengua Española, 5 de junio de 1983, pág. 3).
En nuestra celebración de la Eucaristía es bueno que nos acostumbremos a
aportar explícitamente, ejemplo de María, al sacrificio único y definitivo de Cristo,
también nuestra pequeña ofrenda existencial: nuestros esfuerzos, nuestros éxitos y
fracasos, el dolor que a veces nos toca experimentar, como dicen las tres plegarias
eucarísticas de las misas con nios: “acéptanos a nosotros juntamente con él”,
“para que te lo ofrezcamos como sacrificio nuestro y junto con él nos ofrezcamos a
ti”, “te pedimos que nos recibas a nosotros con tu Hijo querido”. Es bueno que
aprendamos a ofrecernos por la salvación del mundo, como Jesús.
Que por manos de María sepamos hacer esta entrega personal en el sacrificio
externo y ritual: que del sacrificio de la Misa, pasemos al sacrificio de nosotros
mismos para salvación de todos.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)