XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.
Pautas para la homilia
El día y la hora nadie los sabe... sólo el Padre
La venida del Hijo del hombre
La expresión “hijo del hombre”, de origen profético (Dan 7), sólo la usa Jesús en los
evangelios. Con ella hace referencia a su propia identidad como alguien que
procede del cielo y que vendrá al final de los tiempos en nombre de Dios para
juzgar y salvar a los que le han sido fieles.
El juicio divino es, ante todo, un veredicto de misericordia, puesto que, como dice
el evangelista san Juan, “Dios es amor” (1 Jn 4, 8.16). Y ese amor se ha
manifestado en la ofrenda que Cristo, su Hijo, hizo de sí mismo para el perdón de
los pecados. El que procede del cielo vino a la tierra precisamente para eso: para
asumir la condición humana y reconciliar al mundo con Dios mediante la entrega de
su vida, hecha una vez para siempre, inaugurando al mismo tiempo, con su
resurrección, la vida definitiva de todos los redimidos.
La salvación definitiva
Gracias a la fe podemos vivir, en medio de nuestra existencia cotidiana, con una
perspectiva trascendente, en un horizonte de eternidad. Pero, mientras dura la
historia, esa perspectiva permanece todavía lejana, señalando un futuro impreciso.
Nosotros esperamos la salvación definitiva, la consumación del reino de Dios, la
entrada en la gloria prometida, donde “no habrá ya muerte, ni luto, ni llanto ni
dolor, porque todo lo viejo se ha desvanecido” (Ap 21, 4). Esa es nuestra más
decisiva certeza, apoyada en la palabra inquebrantable de Dios.
La espera vigilante
Esa perspectiva luminosa arroja su luz sobre el presente, que se vive así en un
horizonte de esperanza. Mientras recorremos los caminos de la historia, nuestros
ojos están fijos en la meta a la que estamos destinados. Ella orienta nuestros
pasos, que se dirigen a un futuro de plenitud que da sentido a nuestro esfuerzo
cotidiano y nos sostiene en las adversidades.
Pero, a la vez, la incertidumbre de su llegada y de su fisonomía concreta (“el día y
la hora nadie los sabe,… sólo el Padre”) nos urge a una espera activa, a una
preparación cuidadosa y esforzada. Porque el perfil que revestirá nuestra morada
definitiva tendrá también que ver, y mucho, con lo que hayamos ido edificando
desde ahora (Vaticano II, GS 39).
De ahí que se nos exhorte a la vigilancia (es decir, a estar pendientes, a vivir sobre
aviso, aunque sin angustia) y a cultivar decididamente el trato con Dios cada día.
Así podremos sintonizar cada vez más con sus criterios, para ir construyendo, en
una progresiva conformidad con él, el futuro de su reino.
Fray Emilio García Álvarez
Convento de Santo Domingo. Caleruega (Burgos)