Comentario al evangelio del Domingo 18 de Noviembre del 2012
El fin de los tiempos y los límites del mundo
Como siempre al declinar del año litúrgico los textos
nos ponen ante la espinosa cuestión del fin del mundo. Estos deberían venir acompañados de ciertos
signos apocalípticos, que Marcos identifica en fenómenos cósmicos (eclipses y terremotos), y como
estos signos pueden encontrarse de un modo u otro en toda época histórica, siempre hay quien está
dispuesto a señalar el fin del mundo en una próxima fecha. Pero ya nos dice Cristo que el día y la hora
nadie la sabe, ni los ángeles del cielo, ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre, dándonos a entender que
no debemos ocuparnos demasiado por fijar la fecha.
Una forma atenuada de aquellas tendencias apocalípticas es la que, sin aludir al fin temporal de nuestro
mundo, se caracteriza por el pesimismo histórico sobre el presente: cualquier tiempo pasado fue mejor,
que diría Jorge Manrique. Es interesante lo que a este respecto escribe San Agustín en uno de sus
sermones, y que no ha perdido nada de actualidad:
“Todas las aflicciones y tribulaciones que nos sobrevienen pueden servirnos de advertencia y
corrección a la vez. Pues nuestras mismas sagradas Escrituras no nos garantizan la paz, la seguridad y
el descanso. Al contrario, el Evangelio nos habla de tribulaciones, apuros y escándalos; pero el que
persevere hasta el final se salvará (Mc 13, 13). No protestéis, pues, queridos hermanos, como
protestaron algunos de ellos –son palabras del Apóstol–, y perecieron víctimas de las serpientes (1 Cor
10, 9). ¿O es que ahora tenemos que sufrir desgracias tan extraordinarias que no las han sufrido, ni
parecidas, nuestros antepasados? ¿O no nos damos cuenta, al sufrirlas, de que se diferencian muy poco
de las suyas? Es verdad que encuentras hombres que protestan de los tiempos actuales y dicen que
fueron mejores los de nuestros antepasados; pero esos mismos, si se les pudiera situar en los tiempos
que añoran, también entonces protestarían. En realidad juzgas que esos tiempos pasados son buenos,
porque no son los tuyos.”
La profunda verdad que enuncia San Agustín, con su característica frescura y agudeza, puede
resumirse así: los males de nuestro tiempo nos parecen los peores de toda la historia, simplemente
porque son los nuestros. Así podemos hacer verdad lo que dice el profeta Daniel: “serán tiempos
difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora.” Pues las dificultades y los
problemas con las que tenemos que enfrentarnos nosotros en nuestro tiempo, ya no son las dificultades
y los problemas meramente sabidos sin dolor, y escritos en una página de la historia, sino que son los
que nosotros tenemos realmente que padecer.
Pero Cristo sí que nos invita a discernir los signos de los tiempos para descubrir la cercanía de ese
final. Así pues, atendiendo a los signos del “fin del mundo” que experimentamos en nuestro tiempo,
podemos reinterpretarlos así: no son tanto los signos del fin (temporal) del mundo (que no sabemos
cuándo será y, en consecuencia, no debemos preocuparnos de ello), sino los signos y la expresión de
los límites del mundo. Nuestra generación, como dice Jesús, es aquella en la que “todo esto se
cumple”: vivimos realmente “los últimos tiempos”, porque vivimos en contacto permanente con los
límites del mundo, chocando de continuo con las fronteras de esta limitación: física –dolores y
desgracias–, temporal –la muerte ajena y la certeza de la propia–, moral –los muchos rostros del mal
responsable, producido por la voluntad humana. Estos límites, que nos aprietan y estrechan por
doquier, hablan del carácter pasajero y efímero de numerosas dimensiones y aspectos del mundo y de
la vida humana. Son dimensiones necesarias, pero no definitivas: la salud y la belleza física; el
bienestar material; la fama; el placer… No podemos no prestarles atención (al menos a algunas de ellas)
y, en una u otra medida, tenernos que dedicarles nuestros esfuerzos. Pero no podemos ni debemos
entregarles nuestro corazón, ni consagrar a ellas en exclusiva nuestra vida, pues son parte de esos
“cielo y tierra que pasarán”; y si son esos los únicos bienes a los que aspiramos, nos contagiamos
inevitablemente de su carácter efímero y pasajero. Pero el ser humano, por su corazón y su espíritu,
está abierto a otros bienes y otras dimensiones, a otros valores, llamados a perdurar para siempre.
¿Cómo, de otra manera, podría explicarse que, en ocasiones, el hombre esté dispuesto a entregar la
vida antes que renunciar a su dignidad, o a renunciar a su felicidad material con tal de no traicionar las
exigencias de la justicia, o de la verdad o a su propia conciencia? No somos saquitos genéticos de
supervivencia biológica (individual o colectiva, poco importa), sino personas dotadas de dignidad, que
es un destello de lo divino en nosotros. Por eso hemos de aspirar a los bienes que, como las palabras de
Jesucristo, la Palabra encarnada, no pasarán y que son los que nos salvan.
Así que nuestros tiempos no son sólo “tiempos atroces” (como llamaba a los suyos Ortega y Gasset),
sino también tiempo de salvación: “Entonces se salvará tu pueblo”, nos dice de nuevo el profeta.
Ahora bien, al hablar de salvación, y tras leer la profecía del Daniel, un escalofrío puede recorrernos la
espalda. Ese libro en el que están inscritos los que se han de salvar, ¿no habla, acaso, de
predestinación, esto es, de una inescrutable voluntad de Dios (el único que sabe no sólo la hora, sino
también el quién) que determina los nombres de los salvados y de los condenados? Si al hablar del
Dios Padre de Jesucristo es posible mencionar en algún sentido la Predestinación, ha de hacerse en un
sentido muy preciso: Dios nos ha predestinado a todos a ser hijos por medio de Jesucristo (Ef 1, 5),
puesto que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1
Tit 2, 4). Pero Dios, que nos ha hecho libres y, por tanto, no puede querer por nosotros, necesita del
concurso de nuestra libertad para darnos esa plena filiación. Es decir, que el libro de los inscritos no es
un volumen arcano y escondido, inaccesible al ser humano; sino un libro abierto y a disposición de
quien quiera, al que cada uno puede acercarse a poner su firma junto al nombre que Dios ha escrito en
él. Ese libro abierto es Cristo, con los brazos abiertos en la cruz, que así “ofreció por los pecados, para
siempre jamás, un solo sacrificio, y que está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta
hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies” (Hb 10, 12-13). Pero ese tiempo de la
espera (cuyo final desconocemos, pero cuyo límite temporal es para cada uno el momento de su propia
muerte) no es un tiempo de acusación ni de ira, sino un tiempo en que nos llama a inscribirnos en el
libro, un tiempo de misericordia y perdón, pues Jesús “con una sola ofrenda ha perfeccionado para
siempre a lo que van siendo consagrados. Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados.”
Conocer a Cristo, por otra parte, significa no sólo saber que podemos libremente apuntarnos en el libro
de la vida, sino hacernos además como esos sabios del libro de Daniel que brillan en medio de la
oscuridad y que enseñan a muchos la justicia misericordiosa de Dios, manifestada en la Cruz de
Jesucristo, avisando a todos que también para ellos está abierto y disponible el libro de la salvación.
José María Vegas, cmf