XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.
Pautas para la homilia
“Tú lo dices: soy Rey”
“Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús a Pilato. Pero enseguida reafirma:
“Tú lo dices: soy rey”. Pero su reino no es de este mundo. Entonces ¿De dónde es?
Si Él es rey ¿En qué consiste su realeza?
El rey
En la escena de la entrada de Jesús a Jerusalén, el evangelio de Juan es el único de
los cuatro que pone en labios de la gente la expresión “Rey de Israel” (Jn 12,13);
Lucas 19,38 sólo emplea la expresión “Rey”, Mateo 21,9 lo identifica como el “Hijo
de David” y Marcos 11,10 menciona al “reino que viene, el de nuestro padre David”.
En sus mismas diferencias, los cuatro evangelios sugieren una misma interpretación
del acontecimiento, a partir de una esperanza judía apoyada en la expectativa de
un Mesías real de linaje davídico. Era, probablemente, la religiosidad popular de la
época.
Sin embargo, es en la escena del proceso ante Pilato donde se afirma
solemnemente la realeza de Jesús, especialmente en su primera comparecencia
ante él (Jn 18,33-37). Luego de un diálogo cuyo punto de discusión es el título“rey
de los judíos”, tanto Pilato como Jesús dan a entender que ese título es inadecuado
para identificarlo (vv. 33-35). Luego, el mismo Jesús define la naturaleza de su
realeza (tres veces emplea la expresión “mi reino”), sugiriendo un origen que no es
terreno: “mi reino no es de este mundo” (v. 36). Se abre, a continuación, un nuevo
interrogatorio sobre esa realeza de Jesús, ahora sin la referencia judía. Parece
haberse encontrado la respuesta: Jesús es rey y su misión es dar testimonio de la
verdad, reuniendo bajo su autoridad a todos los que son de la verdad (v. 37).
La inscripción trilingüe sobre la Cruz (Jn 19,19-20) afirma la realeza de aquel que
no es de este mundo y al que los judíos no supieron reconocer como su propio rey.
A pesar de su irónica pregunta “¿Qué es la verdad?” (Jn 18,38), Pilato termina
sellando con su autoridad imperial la entronización del Mesías (Jn 19,22). Su trono:
la Cruz. Con ello termina, precisamente, el proceso de entronización real que se
había abierto con la primera pregunta de representante del emperador.
Rechazada por unos y reconocida por otro, la realeza de Jesús finalmente es
atestiguada por el discípulo: “El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su
testimonio es verdadero. Él sabe que dice la verdad, para que también vosotros
creáis” (Jn 19,35).
Su Reino
Los evangelios sinópticos nos ofrecen una amplia presentación de ese Reino que no
se estructura como los reinos de este mundo. Ante todo, ese Reino es “de Dios”, es
decir, responde a una iniciativa divina y está teniendo lugar en la persona y la
actuación de Jesús de Nazaret; en Él la soberanía de Dios está haciéndose presente
de una forma nueva y única en el mundo. Esto es, sin duda, una buena noticia (Mc
1,14-15): Dios se acerca a los seres humanos con una oferta de humanización y de
vida para todos los que la quieran acoger. No hay duda: “Si por el Espíritu de Dios
expulso yo a los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Mt
12,28); a la pregunta acerca del momento de la llegada el Reino, les respondió: “el
Reino de Dios está ya entre vosotros” (Lc 17,20).
El sentido profundo de los milagros realizados por Jesús será, justamente, indicar
que la soberanía de Dios ya está abriéndose camino. La misericordia para con los
pecadores, la restitución de la salud a los enfermos, la vuelta a la vida a los
muertos, el devolver la dignidad a los excluidos y la libertad a los oprimidos, y el
dar de comer a los hambrientos, son signos reales de la irrupción de ese reinado de
Dios en la historia humana. “Y su Reino no acabará” (Dn 7,14), porque el Dios de
Jesús nunca se arrepiente de sus promesas.
La Iglesia
La Iglesia, comunidad de los que seguimos a Jesús, “germen y principio de este
Reino” (LG 5), está llamada a continuar su anuncio y a hacerlo presente de la
manera que lo hizo su Maestro y Señor: mediante el servicio coherente y humilde,
y desde aquel no-poder manifestado en la Cruz. En tiempos en los que se propone
una “nueva evangelización”, ella no podría alejarse del anuncio entusiasta de una fe
en el Dios que libera al ser humano de la “preocupación” excesiva por su propia
vida, una esperanza firme en la plena realización de sus promesas, y un amor que
está sustentado exclusivamente en el Amor de un Dios que “hace salir el sol sobre
buenos y malos” (Mt 5,45). Y ello, cualquiera sea el contexto que nos toque vivir.
Toda otra comprensión del “Reino de Dios” y de Jesucristo “Rey del Universo”, toda
tentación de asociarlo a los “reinos” de este mundo, distorsiona sobremanera el
sentido de esta solemnidad y nos aleja del proyecto de Dios. La Iglesia adora a
Jesucristo, Hijo de Dios y Rey eterno, llamado en el libro del Apocalipsis “Testigo
digno de fe” (gr. ho mártys ho pistós): Él nos ama y nos ha liberado de nuestros
pecados con su sangre (Ap 1,5). La Cruz ha sido y sigue siendo su trono.
Fr.
Gabriel
M.
Nápole
OP
Convento de San José (Buenos Aires)