Solemnidad: La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María (8 de
diciembre)
Pautas para la homilia
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.»
El primer aspecto que podemos destacar es el paralelo entre la primera lectura y el
Evangelio. Son dos momentos transcendentales de la Historia de la Salvación, y me
atrevería a decir de nuestra historia de Salvación personal. En el primero nos
situamos tras el pecado, tras la desobediencia del hombre del mandato divino de no
creerse el centro de todas las cosas y libre de vivir sin normas. Es interesante ver
tres cosas: la primera que el hombre tiene miedo de Dios y se esconde, la segunda
que se ve a sí mismo como desnudo y la tercera que no admite su culpa.
Que el hombre tenga miedo de Dios nos puede parecer normal a nosotros, pero no
lo era para Adán, acostumbrado a la intimidad con Dios en el paraíso. Es una
consecuencia del pecado; una consecuencia de alejarnos de Dios es pensar que
nuestro creador sólo se nos manifiesta para condenarnos o amonestarnos, reacción
que sin duda esperaba Adán. La segunda consecuencia es verse desnudo, verse
inválido, verse en definitiva sin dignidad, porque el pecado no es una mera
transgresión de las normas establecidas, es algo que hace perder su dignidad al
hombre. Y por último es muy interesante ver como los protagonistas se van
“escurriendo el bulto”, ninguno de ellos quiere asumir su responsabilidad y todos
van acusando al siguiente: el hombre a la mujer y la mujer a la serpiente.
Muy diferente es la lectura de la Anunciación. Con ella comienza la nueva creación a
la que esta llamada el hombre por medio de Cristo. En primer lugar María, a la que
también llega un mensaje “del cielo” mediante el Arcángel Gabriel, textualmente
mensajero de Dios, no se esconde, no huye. María, con la valentía que sólo tienen
los verdaderamente humildes, escucha el mensaje de Dios. En segundo lugar no
repara en su desnudez, en el hecho de que todos los hombres tenemos nuestra
vida y nuestros pensamientos descubiertos delante de Dios. María no repara en que
Dios la conoce y la sondea como dice el salmo porque no vive esa experiencia como
algo externo, sino como su mayor anhelo. Y por último María no intenta huir de su
responsabilidad. Pregunta cómo será ese milagro, pero no intenta en ningún
momento “culpar” a nadie. En definitiva ella libremente será la que acoja su
historia. Esta diferencia entre los dos textos ya nos marca el momento de nueva
creación que conmemoramos en la fiesta de la Inmaculada.
Detengámonos un momento en la segunda lectura que es quizás la más importante
de las de hoy. En ella se nos dice que estamos destinados a ser “santos e
irreprochables” por Cristo ante Dios. Es nuestro destino de criaturas nuevas. Los
nacidos de la nueva Eva. Pero posteriormente, en la misma carta, podemos leer
que este destino es también compartido por la Iglesia: “Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificarla mediante el bautismo y la
palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni
arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27). Es decir,
María Inmaculada se convierte así en el modelo del creyente y de la Iglesia, ambos
llamados a vivir esta ausencia de pecado y ser irreprochables ante Dios por el
Amor. El proyecto de Dios para con el hombre tras la Encarnación de Cristo está
claro tal y como dice R. Cantalamesa: “Una humanidad de santos e inmaculados:
he aquí el gran proyecto de Dios al crear la Iglesia. Una humanidad que pueda, por
fin, comparecer ante Él, que ya no tenga que huir de su presencia, con el rostro
lleno de vergüenza como Adán y Eva tras el pecado. Una humanidad, sobre todo,
que Él pueda amar y estrechar en comunión consigo, mediante Su Hijo, en el
Espíritu Santo”.
En este contexto podemos entender nuestra fiesta de hoy, en el contexto en que
San León Magno encuadra la mariología al decir que “Lo que el Espíritu puso en
María lo paso los sacramentos” y más concretamente “concedió a la Iglesia lo que
había concedido a su Madre” (sermón 25). María Inmaculada es el faro donde el
creyente ve su vocación a la caridad perfecta; donde la Iglesia se tiene que ver
como proyecto de santidad perfecto. La liturgia nos habla de María como modelo de
santidad. Pero no podemos dejar de verla también como ayuda en este devenir,
como intercesora privilegiada, en definitiva como Virgen Inmaculada pero también
como Madre de todos los nuevos creyentes, madre del la humanidad renovada que
vive en la Iglesia.
¡Salve Virgen y Esposa! Saluda desde hace quince siglos la oración ortodoxa del
Akatistos a María. Y precisamente con algunos de sus fragmentos que hacen
referencia a todo lo que aquí hemos dicho, a esta fiesta de la recreación del hombre
gracias al Hijo de María, podemos concluir:
Salve, por ti resplandece la dicha;
Salve, por ti se eclipsa la pena.
Salve, levantas a Adán, el caído;
Salve, rescatas el llanto de Eva.
Salve, oh cima encumbrada a la mente del hombre;
Salve, abismo insondable a los ojos del ángel.
Salve, tú eres de veras el trono del Rey;
Salve, tú llevas en ti al que todo sostiene.
Salve, lucero que el Sol nos anuncia;
Salve, regazo del Dios que se encarna.
Salve, por ti la creación se renueva;
Salve, por ti el Creador nace niño.
Salve, ¡Virgen y Esposa!
Salve, ¡Virgen y Esposa!
Fr. Alejandro López Ribao O.P.
Convento de Santa Sabina (Roma)