Comentario al evangelio del Domingo 02 de Diciembre del 2012
Vivir con la cabeza alta
El nuevo año litúrgico empieza enlazando con la
reflexión con la que concluye el anterior. Incluso el Evangelio que abre este tiempo de Adviento está
tomado de los capítulos apocalípticos de Lucas, que la Iglesia lee en la liturgia eucarística del final del
año litúrgico.
El punto en común es la venida del Señor. Es verdad que, al ir declinando el año litúrgico, se pone el
acento en “los últimos tiempos” que no hablan tanto del “fin del mundo”, cuanto de la dimensión de
ultimidad que hay en la vida humana, y que nos invita a tomar decisiones a favor de los valores
definitivos frente a los pasajeros en vista de la segunda venida de Cristo. El Adviento, en cambio, nos
va preparando para celebrar su primera venida, el nacimiento de Jesús en Belén, hace ya más de dos
mil años. Sin embargo, la liturgia nos invita a no separar demasiado estas dos venidas entre las que se
tensa la historia humana. La primera venida de Cristo fue objeto de una larga espera por parte del
pueblo de Israel, que, como pueblo sacerdotal, tomó sobre sí la representación de la humanidad entera,
que, de un modo u otro, vive también en la tensión de la espera, siquiera sea por la presión de las
estrecheces y las limitaciones que de múltiples formas experimenta y de las que se quiere liberar. Lo
expresa con su característica fuerza expresiva el profeta Jeremías en la primera lectura. Es verdad que
la forma de representarse el cumplimiento de la promesa del nuevo David no se correspondió del todo
con lo que sucedió en Jesús de Nazaret, pero nosotros comprendemos desde la fe que los
acontecimientos del nacimiento, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo superan infinitamente
cualquier esperanza mesiánica puramente nacional o política.
Una vez que Cristo ya ha nacido y vivido entre nosotros, la Navidad a la que nos prepara el Adviento
no se reduce a un mero recuerdo de algo pasado. La encarnación de Cristo y su presencia en la historia
trasciende la materialidad del tiempo. Es verdad que ya ha sucedido. Es cierto que nosotros tenemos
noticia de ello y, no sólo, sino que lo acogemos con la fe que reconoce en esos acontecimientos
históricos la presencia poderosa y, a la vez, humilde y salvífica de Dios. Pero que ese acontecimiento
trasciende la historia en su materialidad quiere decir que lo que significa está todavía en camino. Por
un lado, son muchísimos los seres humanos que no han tenido noticia del mismo. Sea porque no lo
saben en absoluto, sea porque, sabiéndolo como un dato histórico, no comprenden su profundo
significado, ni lo aceptan con fe. Para todos ellos, Jesús, el Cristo está todavía por nacer. Para ellos, la
historia se mueve por derroteros ajenos al designio amoroso y salvífico de Dios, desconocen que la
eternidad se ha hecho presente en el tiempo, que la muerte ya ha sido vencida, que Dios nos ha
mostrado su rostro paterno, que, en consecuencia, en ese hombre de Nazaret hemos adquirido la
dignidad de hijos de Dios.
Aquí la Navidad y el Adviento que la prepara se convierten en un reto y una llamada para los
creyentes: no podemos sólo “recordar”, ni sólo “celebrar”, tenemos que anunciar, que preparar el
terreno a la venida todavía no realizada para muchos, crear las condiciones para el encuentro con
Cristo. El “amor mutuo” como testimonio de la nueva vida inaugurada por el nacimiento de Jesucristo,
y el “amor a todos”, como expresión de la apertura universal de esa misma vida, son, tal vez, la
quintaesencia de este anuncio y esa preparación que se despliega en múltiples dimensiones e
iniciativas.
Pero es que, además, la primera venida de Cristo, su nacimiento en la carne, tiene que seguir
haciéndose realidad para nosotros mismos, los creyentes. Lo que dice Pablo sobre los sufrimientos de
Cristo: “completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo” (Col 1, 24), podría aplicarse
también a su nacimiento: cuántos aspectos de nuestra vida, de nuestra mentalidad y criterios, de nuestra
forma de juzgar y reaccionar son todavía ajenos a la nueva época de la historia inaugurada por la
venida del Hijo de Dios en la carne. Hemos de completar en nuestra vida el significado de la Navidad,
preparándonos a nuevos encuentros con Cristo, a una nueva y más profunda compresión de su Palabra,
a una vida más conforme con nuestra fe. La repetición cíclica de las fiestas y los tiempos litúrgicos, la
vuelta repetida tantas veces a los mismos textos de la Palabra de Dios no deben ser una rutina
mecánica y superficial de algo que “ya nos sabemos”, sino el retorno convencido de que hay todavía
mucha luz que recavar, muchos tesoros escondidos para los que hasta ahora hemos estado como
ciegos. También los creyentes tenemos que seguir anhelando ver al Señor.
Por fin, la primera venida realizada en el misterio de la Navidad significa el comienzo del camino
humano de Cristo que culmina en el acontecimiento pascual: su muerte y resurrección. Y aquí tiene
lugar algo que definitivamente trasciende toda limitación histórica. La muerte es lo más definitivo que
hay en este mundo, en esta vida. En la pura perspectiva histórica, la muerte no tiene vuelta atrás. Pero
la resurrección significa que eso definitivo negativo y destructor ha perdido su poder y su carácter
terrible. La muerte es la cifra de todo lo catastrófico, lo temible que amenaza a la vida humana. Por
más seguridades que busquemos acaba resultando que todas ellas son efímeras e impotentes, hasta las
cosas más aparentemente sólidas y seguras, como la superficie de la tierra, el sol, la luna, los astros,
acaban por tambalearse. Y esa inestabilidad pone en jaque todos nuestros proyectos individuales, todas
nuestras utopías colectivas. Las palabras de Jesús en el evangelio de hoy no pretenden asustar o
amenazar, sino hacernos comprender lo efímero de nuestro mundo, y hacernos mirar más allá de todos
los acontecimientos del mismo, incluso los más terribles.
Con su muerte y resurrección Jesucristo ha introducido en la historia posibilidades inéditas.
Normalmente los seres humanos tratamos de conquistar el futuro a partir del presente, mediante
nuestro esfuerzo individual y colectivo. Hay en ello algo de inevitable y también de noble y de debido.
Pero es claro que ese carácter efímero que afecta a nuestra historia y a nuestro mundo nos impide
encontrar ahí el asidero de la salvación definitiva.
La resurrección de Cristo significa el triunfo definitivo sobre la muerte, como una posibilidad ofrecida
a todos. Y ese triunfo ya ha acontecido. El futuro ya ha sido conquistado de una vez y para siempre por
Jesús. Por eso, desde la fe, es posible conquistar el presente desde el futuro. La certeza de la victoria de
Cristo sobre la limitación, el mal y la muerte nos ayuda a contemplar los acontecimientos del mundo y
de la historia, incluso los más negativos, con la esperanza activa y la libertad de los que saben que toda
negatividad ha sido ya derrotada. En medio de dificultades, estrecheces y sufrimientos, podemos sentir
que nuestra liberación opera ya en la historia, que podemos vencer el abatimiento, alzar la cabeza, vivir
con dignidad.
Mirando a la segunda venida, podemos considerar que los cristianos, en virtud de nuestra esperanza y
nuestra fe, somos embajadores del futuro en el presente: con nuestras acciones, palabras, actitudes y
criterios podemos y debemos anticipar ya en las condiciones actuales de la historia la realidad del
futuro escatológico. Los embajadores no se desentienden de los lugares a los que son enviados, sino
que, al contrario, se implican en ellos y tratan de aportar los valores de los que son portadores. El
testimonio del amor mutuo y del amor a todos es también el puente que une las dos venidas de Cristo.
Es posible, pese a todas las limitaciones, vivir en esta nueva vida que Cristo nos ha traído,
precisamente porque él ya ha venido en la carne, porque sigue viniendo cotidianamente en la Palabra,
los sacramentos y el testimonio de los que creen en él, porque está viniendo e ilumina ya desde el
futuro escatológico el presente en el que vivimos
José María Vegas, cmf