Solemnidad: La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María (8 de
diciembre)
La Inmaculada
Padre Pedrojosé Ynaraja
Llegó a Nazaret, empezó a buscar a gente que aunque no conocía, estaba seguro
de que vivían en aquel pueblo. Por más que hayamos oído que le llamaban ciudad,
la realidad era muy otra, no llegaban a medio millar los que allí vivían. Todos, pues,
se conocerían, se tratarían y en un momento u otro, se enojarían y ayudarían. Por
mucho que pudieran enfadarse a ratos, envidiarse y criticarse, tendrían tratos
personales y le podrían proporcionar detalles de la vida de aquella que iba a incluir
en su historia. Era un encargo que le había dado Pablo, su maestro. Pese a que por
su nacimiento en Antioquía, él no era propiamente judío, en aquel tiempo la gente
viajaba y se mezclaba, sin que hubiera barreras que los separasen. Se daba la
circunstancia de que él, profesionalmente, era médico y por afición artista, pintor
(incluso un diseño mural muy antiguo de María, en las catacumbas de Priscila en
Roma, según la tradición, le es atribuida al investigador del que estoy hablando)
para otros era escultor. Podemos estar seguros de que era un hombre inquieto,
introducido, o al menos relacionado, con los íntimos del Señor. Un hombre culto e
ingenuamente devoto. Uno de esos sabios que, pese a haber estudiado e
investigado, no han matado al niño que todos llevamos dentro. Así, en este estado
de ánimo, se encontraba en Nazaret para recoger noticias que añadiría a las que
había acumulado por tierras del sur.
En el Israel de entonces, pese a estar férreamente gobernado por la unificadora
autoridad de la Ciudad de Roma, subsistían las antiguas desconfianzas que habían
dividido al pueblo escogido entre las tribus asentadas al norte, en la fértil Galilea, y
la porción ocupada en el sur por Judá, Benjamín y los dominadores del Templo de
Jerusalén, sacerdotes y levitas, centro de la vida religiosa de ambos reinos, pese a
los intentos de escisión edificando el de Dan, junto a la frontera del Líbano.
Ahora bien, el pueblo había olvidado su lengua propia: el hebreo y coloquialmente
se expresaba en arameo, lengua que compartía con sus vecinos. Quien quería
codearse con gente importante debía saber griego y hasta para entenderse con la
tropa romana y no suscitar recelos, era conveniente saber algo de latín. Lucas,
nuestro investigador reunía las mejores condiciones y cualidades para introducirse
en todos los ambientes y cumplir la misión que le había llevado a aquella tierra.
Había logrado en Jerusalén encontrase con María. Dolorido su corazón por la
pérdida primero de su marido y después la de su querido Hijo, recibió tal
transfusión de Gracia cuando lo tuvo resucitado, que contaba y repetía sus
vivencias íntimas, sin el menor rencor, ni timidez. Es lo primero que le sorprendió a
Lucas. La verdad sea dicha, que le gustaba mucho más hablar de su infancia y
juventud, que de la prueba a la que se la había sometido en su madurez, cuando su
Hijo fue ajusticiado.
Con candor y cierta honesta vergüenza, le había contado aquel momento. Ella no
sabía cuanto había podido durar el encuentro con Gabriel. Sonreía al decirle que al
principio, allá en la fuente donde había ido a buscar agua, había huido y tratado de
esconderse. Una joven como ella, de recién doce años cumplidos, era incapaz, y ni
siquiera contestar, a un desconocido en público. Marchó apresuradamente a su
casa. Nadie en aquel momento estaba allí. Entró un poco desconcertada todavía y
al volverse, estupefacta, comprobó de inmediato que aquel joven era algo más que
un doncel de buen ver.
Sintió vergüenza al escuchar el saludo, se atrevió a preguntar. Pese a su timidez,
era una chica espabilada e inquieta. Sin enojo y con toda la claridad y convicción
que era capaz, le confió que el encargo estaba personalmente dirigido a ella por el
Altísimo, que en ella se había fijado con mimo. Evidentemente, no cabía otra cosa
que decir que sí y de inmediato le comunicó al otro, que había comprendido era un
Ángel de rango superior, que ignoraba hasta entonces que pudiera ser la escogida,
dada su pequeñez, pero que, si así lo había dispuesto el Señor-Dios, que mandara y
dispusiese.
Vuelvo al principio. Les dijo a los vecinos que por quien les preguntaba era por una
mujer llamada María, viuda de un tal José, el llamado Justo. Hacía un tiempo que
se había alejado del lugar.
Ciertamente la conocía todo el mundo. No la añoraban ya que nunca había tenido
especial protagonismo. No había tenido hijos, excepto uno que de este sí que
hablaban todos. Había sido un buen artesano, devoto en la sinagoga, interesado allí
donde pudiera aprender algo, sin buscar éxitos de renombre. Inexplicablemente, no
se había casado y su vida la había vivido en el recinto familiar. De la ayuda de los
tres se podía contar cuando hubiera alguna necesidad. Aparecían, echaban una
mano, compartían luego con todos y discretamente desaparecían. He dicho que no
la añoraban, pero sin duda se acordaban de ella y hasta la echaban en falta cuando
observaban tristes algún mal proceder. Porque lo curioso del caso es que nadie le
conocía ningún defecto, ni fechoría, por pequeña que fuera.
Como estaban en confiada reunión y gozando de hablar confidencialmente, Lucas
les contó lo que él sabía, por sus investigaciones en Jerusalén. Ellos al principio
quedaron boquiabiertos. Se miraron, cuchichearon y por fin uno se atrevió a decir:
lo que nos has contado y por lo que nosotros recordamos, parece como si María
fuera idéntica a la madre Eva, cuando salió nuevecita de las manos de Dios. Nunca
se nos ocurrió pensarlo…
Lucas les dijo: tenéis razón: a vuestra conciudadana, la podéis llamar la nueva Eva,
con la diferencia respecto a la esposa de Adán, que ni siquiera entró en la tentación
de escoger lo prohibido.
-Y nosotros que no le dimos ninguna importancia … susurró uno de los asistentes.
-No os preocupéis, añadió Lucas. Por lo que la he conocido, estoy seguro de que
ella a ninguno de vosotros os olvida, y por lo que estoy intuyendo en mis
investigaciones, por lo que me cuentan los que han estado muy próximos a Ella, se
le ha encomendado la labor de interceder ante su Hijo, no solo por vosotros, sino
por todos los hombres.
Si hubieran sido tiempos actuales, de inmediato, el alcalde y su consistorio,
hubieran tomado la decisión unánime de nombrarla hija predilecta. Pero no os
lamentéis por ello. Lo que os toca, mis queridos jóvenes lectores, es nombrarla con
sinceridad, madre predilecta vuestra y, en consecuencia, amarla mucho, mucho y
confiar en su protección.
(os podéis preguntar vosotros, mis queridos jóvenes lectores, ¿en qué lengua se
expresó Gabriel, el arcángel embajador extraordinario. Nadie os podrá responder.
Os confío alguna reflexión que me he hecho y aprendido. Si hubiera hablado
fonéticamente, tal vez podía surgir la duda de que hubiera sido un sueño o una
pesadilla febril. Si el método fue divino, algo semejante a una intuición genial, la
duda no podía existir. Cuando se lo explicó a Lucas, diría en arameo que la saludó
como era habitual entonces: shalon lak, Mirian. O sea: paz contigo, María. Lucas, al
redactar en griego puso: Jaire, es decir, alégrate (lo que deseaban los helenos eran
fiestas y olimpiadas). Cuando el texto se tradujo al latín, los romanos ya habían
impuesto la paz, tenían suficientes diversiones en el circo y lo único que les podía
hacer falta era la salud, de aquí que en se diga: salve. En francés acertadamente,
han traducido: yo te saludo. Tal vez nosotros deberíamos decir: buenos días, María,
o buenas noches. A nosotros lo que nos falta es tiempo, pero reconozco que sonaría
mal. Os confieso que yo, en mi rezo diario individual, siempre digo: yo te saludo
María, llena eres de Gracia…)