Comentario al evangelio del Domingo 09 de Diciembre del 2012
No utopías, sino promesas y profecías
El mundo moderno, cuyo ciclo histórico parece
irse cerrando en este comienzo de siglo, se ha caracterizado por su utopismo. Lejos de querer
establecer el Reino de Dios en la tierra (que fue, tal vez, el empeño de los hombres del Medievo), el
hombre moderno ha querido conquistar el futuro con sus propias fuerzas, basadas en el progreso
científico y técnico, o en la acción revolucionaria. Lo que caracteriza al movimiento utópico es la
difusa certeza de que el ideal perseguido es, en el fondo, inalcanzable. No en vano la misma palabra
“utopía”, elegida por Tomás Moro para describir la sociedad perfecta, significa “lugar ninguno”. Sin
embargo, la convicción más o menos explícita de que la meta no es nunca alcanzable del todo no le
restó fuerza al impulso conquistador, ya que se pensaba (como decía Kant), que la idea utópica hace de
“ideal”, de faro orientador, al que la humanidad se va aproximando en un proceso sin fin, pero
ininterrumpido.
Se dice que nos encontramos en un periodo de inflexión caracterizado por el fin de las utopías. Los
grandes esfuerzos utópicos de la humanidad han acabado topando con los límites propios de la
condición humana y del mundo en el que vivimos. El ideal de un progreso científico y técnico sin fin
ha chocado con los límites impuestos por los recursos de la tierra y de un equilibrio ecológico que se
ha revelado más frágil de lo que cabía esperar. Sin renunciar al progreso en este campo, nos damos
cuenta de que éste debe discurrir por cauces que le imponen precisas restricciones. En el campo social
ha sucedido algo similar. Los grandes experimentos sociales que se han hecho sin consideración de las
tradiciones, los valores, los derechos de los seres humanos concretos han producido horrores y
sufrimientos sin cuento a lo largo del siglo XX y, en parte, seguimos hoy padeciendo muchas de sus
consecuencias. Eso que se llama Postmodernidad es como el despertar de un sueño que se ha
convertido en una pesadilla. La tentación que nos amenaza ahora es la del pesimismo histórico: leer la
historia en clave exclusivamente negativa, subrayando los muchos males que nos afectan o nos
amenazan, y cerrarnos definitivamente a la esperanza. O, si no renunciamos a la esperanza, podemos
entenderla en un sentido exclusivamente “religioso”, individual, “privado” (como muchos,
progresistas incluidos, quieren ver la vida de fe), al margen y sin conexión con los acontecimientos de
la historia, a los que consideran irremediablemente perdidos, o completamente autónomos respecto de
la fe.
El segundo Domingo de Adviento, que abre el ciclo de Juan el Bautista, nos da claves para descubrir
posibilidades nuevas, que, sin dejar de ver los elementos negativos del mundo y de la historia, nos
ofrecen motivos para una esperanza que opera en esos elementos, aunque proceden de dimensiones que
los trascienden.
El evangelista Lucas sitúa el inicio del ministerio profético de Juan en un marco histórico bien
concreto, del que no ahorra detalles: allá lejos, en Roma, es emperador Tiberio; su delegado en Judea
es Poncio Pilato; los poderes locales están en manos de Herodes, su hermano Felipe, y de un tal
Lisanio; el poder religioso está representado por Anás y Caifás. Parece ser una mera descripción
histórica, una simple crónica para enmarcar en el tiempo el acontecimiento que realmente interesa al
evangelista. Pero, en realidad, en esa descripción hay toda una valoración, que en modo alguno es
positiva. Tiberio, “el más triste de los hombres” (Plinio el Viejo dixit ), se caracterizó por su crueldad y
depravación moral; en crueldad no la anduvo a la zaga Poncio Pilatos, y en una y otra se distinguió
Herodes. Anás y Caifás, emparentados entre sí por lazos de familia (Anás era el suegro de Caifás),
representan un poder religioso desprovisto de verdadera fe (los saduceos no creían en la resurrección) y
basado en alianzas con el poder político (pues uno y otro fueron nombrados Sumos sacerdotes por el
poder romano). El cuadro que dibuja Lucas no puede ser más sombrío, ni el juicio histórico más
negativo. Los poderes políticos lejanos y cercanos, y lo mismo el poder religioso, invitan a cualquier
cosa, menos a la esperanza. No en vano, todos estos personajes están implicados de un modo u otro en
la muerte de Jesús en la cruz, que es a lo que, muy probablemente, está aludiendo Lucas.
Sin embargo, no es a la desesperanza a lo que nos quiere invitar el evangelista. Al contrario, en ese
marco sombrío irrumpe desde arriba un rayo de luz: “vino la palabra de Dios”. Los poderes de este
mundo, por muy negativos o malvados que sean, no pueden acallar la Palabra ni limitar su libertad
soberana. Si esos poderes se ponen de espaldas a Dios y a sus designios, Él encuentra otros cauces por
los que llegar a los hombres. La palabra de Dios vino sobre Juan, un hombre cualquiera, no uno de los
aparentemente designados por la historia para hacer cosas grandes: hijo de un anciano sacerdote de
rango menor. La palabra no vino a Roma, la gran capital, ni a Jerusalén, en la que se encuentra el
templo…, sino que suena “en el desierto”. El desierto es el lugar de la elección y la prueba, el lugar en
que Israel se formó como pueblo, recibió la alianza y escuchó las promesas. En Juan, en el desierto,
Dios renueva la experiencia religiosa originaria de Israel y empieza a avisar del cumplimiento de
aquellas promesas. Los signos premonitorios de ese cumplimiento transforman el estado de ánimo, y
los que vivían en situación de luto y postración son invitados a ponerse en pie y revestirse de alegría.
Así nos lo recuerda el profeta Baruc.
Las promesas de Dios no son una utopía lejana de imposible cumplimiento, un mero “ideal” que nunca
llegará a ser realidad. Al contrario, su realización es posible, porque la iniciativa procede del mismo
Dios. Su palabra irrumpe en nuestra historia. Busca interlocutores que la acojan y transmitan. Juan, de
hecho, no se queda en el desierto: este es un lugar importante, pero de paso; el desierto y la palabra
impulsan a ponerse en camino y a transmitir lo que Dios quiere decirnos.
Podemos ensayar la trasposición de los parámetros históricos de Juan a los nuestros. La experiencia y
el ministerio de Juan nos dicen que también hoy, en medio de acontecimientos históricos que pueden, a
veces, invitar al pesimismo, es preciso estar atentos a las irrupciones de Dios en la historia. Dios sigue
hablando y para poder escuchar su palabra tenemos que hacer la experiencia del desierto: saber
retirarnos del ruido cotidiano, abrir espacios para el silencio y la escucha, no dejarnos embaucar ni por
las falsas promesas de salvación, ni por las apariencias que dicen que no cabe esperar nada bueno de la
historia. En el desierto experimentamos que Dios habla en el mundo y en la historia, y para quienes
habitan en el mundo y en la historia. Y al hacerlo nos dice que hay posibilidades nuevas, más altas,
inéditas para las solas fuerzas humanas. Estas tienen su valor y hay que ejercitarlas. No se trata de
despreciar el esfuerzo por el conocimiento (la filosofía, la ciencia, la técnica), ni por la instauración de
la libertad y la justicia. Despreciar esto es despreciar los dones que Dios nos ha dado. Pero cifrar en
ello toda la vida humana y pretender salvarnos con nuestras solas fuerzas, olvidando su fuente, es caer
en un utopismo desfondado y en una nueva forma de idolatría.
El desencanto propio del postmodernismo podemos entenderlo como una situación en que caen los
ídolos modernos y se abren posibilidades nuevas a la Palabra de Dios. Pero esa palabra que irrumpe
también hoy en nuestro mundo busca interlocutores que la acojan y difundan. La palabra es siempre
diálogo y, por tanto, cooperación. No funda una experiencia puramente individual o sólo interior, sino
que instaura vínculos, abre espacios de comunicación y comunidad. El mismo Juan no fue un solitario,
sino que en torno a él se reunieron discípulos. Muchos consideran que el mismo Jesús se contó entre
ellos. También Pablo nos presenta hoy su ministerio como una obra comunitaria, en la que Dios, que
ha iniciado la obra buena en nosotros (la interpelación, el diálogo, el anuncio), él mismo la llevará a
término.
Esta palabra, que irrumpe también hoy en nuestra vida por medio del profeta Baruc, de Pablo y de Juan
el Bautista (de la mano del evangelista Lucas), nos invita a la escucha y al profetismo, a ser lectores
realistas y esperanzados de la historia, a intervenir en ella con la fuerza de esta misma palabra
mediante la conversión personal y comunitaria (todos tenemos cosas en las que debemos cambiar), y
mediante el mutuo perdón. No es profeta el que se proclama a sí mismo tal, sino el que se deja
interpelar por la Palabra de Dios, la transmite sin compromisos, incluso cuando incomoda, deja que esa
palabra le aclare la mirada para ver en nuestra atormentada historia los signos de la presencia de Dios,
y sabe comunicar esperanza porque su voz se ha convertido en un eco de la Palabra que sigue viniendo.
Sólo así, personalmente y en comunidad de discípulos (en Iglesia), seremos profetas de la
reconciliación y el perdón que Dios derrama sobre nosotros. De este modo estaremos preparando la
venida de Dios en la humanidad humilde de Jesucristo, en la que la divinidad se ha hecho cercana y
accesible, de modo que “todos vean la salvación de Dios”.
José María Vegas, cmf