III Domingo de Pascua, Ciclo A

Lucas 24, 13-35: Triunfo y calvario de nuestras Eucaristías dominicales

Autor: Padre Alberto Ramírez Mozqueda

 

 

Como el botón se convierte en una bella flor sin que nosotros sepamos en qué momento, como la oruguita se convierte en una gallarda  mariposa que vuela llenándonos de alegría, como el día sucede a una noche tormentosa y oscura, Cristo se levantó de la tumba, de la oscuridad y de la nada, de la muerte muerta para siempre y se coloca con todo su poder al frente de esta humanidad humillada y caduca para hacerla también a ella vencedora del dolor, de la enfermedad, de la muerte, y de la nada. Cristo se levanta de la tumba para no morir nunca más.  

Precisamente esta domínica nos trae uno de los primeros encuentros de Jesús resucitado la tarde misma de su Resurrección. Es un texto sublime, una maravillosa catequesis de San Lucas en su Evangelio. Y es la historia de una Eucaristía que duró toda la tarde y parte de la noche. Comienza en Jerusalén, y ahí termina.  

Los protagonistas son dos jóvenes discípulos de Jesús, que decepcionados de la vida, de la muerte de Jesús el Maestro y con la rechifla que se imaginaron se llevarían cuando llegaran a su pequeño pueblecito con las manos vacías, sin el Maestro que los había llamado. Han dejado Jerusalén. Y entonces, alguien se les acerca, se les empareja, y notando su desilusión se atreve a interrogarles sobre su situación. Ellos le manifiestan su desencanto  por la muerte y la sepultura de Cristo “el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Pero las autoridades religiosas lo condenaron a muerte y lo crucificaron” y continuaron expresando su amargura: “Nosotros esperábamos….que él sería el libertador de Israel, pero ya han pasado tres días desde que estas cosas sucedieron”. Y luego agregaron otra desilusión más, porque “algunas mujeres” traían el chisme de que habían ido a la tumba y no habían encontrado el cuerpo y en cambio algunos ángeles les habían dicho que él estaba vivo y que lo anunciaran así a sus hermanos.  

Al llegar a este punto, el personaje misterioso que sabemos que era Jesús, se tomó la molestia de explicarles la Escritura, quitando de ellos el escándalo de su cruz, haciendo hincapié en que eso era necesario para entrar a la gloria.  

Debe haber sido un gran narrador, pues captó su atención todo el camino, al grado de que cuando ya se acercaban a su pueblecito y viendo que él tendría que continuar su camino, tuvieron un rasgo de generosidad y de fraternidad para él, que les valió algo grandioso. Lo invitaron a que se quedara con ellos esa noche, con la segunda intención de que siguiera explicándoles lo que les venía contando en el camino. Al llegar a su casa, como lo acostumbraba el ritual de acogida de las gentes sencillas de esos pueblos, lo sentaron en el lugar de honor, le permitieron que él pronunciara la oración de bendición sobre los alimentos e incluso le permitieron que él partiera el pan sabroso y calientito, recién salido del fogón, y al darle un pedazo a cada quién, ocurrió algo extraordinario, una recompensa a su generosidad, pues en ese momento reconocieron a Cristo, el compañero de camino, y en ese momento mismo se les desapareció. Lo habían visto sin conocerlo y ahora lo conocían sin verlo. Era Jesús, era el Maestro, era el compañero de camino, era el enviado.  

Pero ahí no paró todo. Vino la reflexión: “con razón nuestro corazón nos ardía mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras”. Qué agradable impresión del caminante, y que profundo fervor suscitó en ellos el encuentro con la Sagrada Escritura al grado de que  cambiaron su tristeza y su desilusión por una profunda valentía y emprendieron en ese mismo momento el camino de regreso a Jerusalén a informarles a los Apóstoles como habían encontrado a Cristo por el camino y lo habían reconocido “al partir el pan”.   

Ya aquí mis lectores estarán haciendo su propia reflexión y sacando sus propias conclusiones, y así estarán  concluyendo que esta brillante página del Evangelio de San Lucas, tiene un profundo parecido con la situación que experimentan nuestros cristianos el día de hoy, cuando se acercan a la Misa dominical, que tiene  como tres grandes vertientes, la Palabra que se anuncia a la comunidad reunida, la fracción del pan, el reparto del Cuerpo de Cristo a los asistentes y la Fraternidad que se experimenta al estar reunidos con otras gentes venidas de todos los lugares, para luego regresar a hacer entre otras gentes más, el anuncio de que Cristo ya ha resucitado, de que se encuentra entre todos los hombres y de que quiere acercarse a sus hermanos más pobres a través de nosotros mismos para socorrerlos y sacarlos de su situación de pobreza, de abandono y de despojo.  ¿Reconoces así tu Eucaristía dominical en tu propia parroquia o comunidad? ¿Has sentido la fuerza, la presencia de Cristo cuando se anuncia sencillamente la Palabra en la primera parte de la Eucaristía? ¿Te han hecho sentir el mismo calor, la misma valentía que experimentaron los caminantes al encontrarse con Cristo?  ¿Y te acercas a comulgar con el pan Partido, con el Pan Eucarístico con el Cuerpo de Cristo muerto y resucitado? ¿Y al salir de la Eucaristía vas con la consigna de regresar a tus hermanos llevando esa alegría de la presencia del Señor pero convertida en acciones que hagan que tus hermanos se sientan motivados también ellos al encuentro con Cristo vivo?  

¿Qué nos toca hacer a cada uno para que esa Celebración Eucarística se convierta cada domingo en un nuevo cenáculo donde Cristo se haga presente? ¿Los curas no tendríamos que comenzar por  cambiar el sonido de la iglesia para que el mensaje llegara  claro, nítido y acogedor a todos los oyentes? ¿Qué tendríamos que hacer los curas para que el mensaje no fuera algo oscuro, anodino, aburrido y tedioso, hasta convertir a nuestras gentes en fervorosos seguidores del único Cristo vivo que salva y libera? ¿Qué tendremos que hacer los creyentes para convertirnos del fastidio, la misa obligada, el tiempo muerto, el vernos rodeados de una multitud que no tiene nombre y que muestra tan poco interés por los que estamos  sentados a su lado? ¿y qué será necesario hacer para que la  fuerza de una comunidad formada por miles de gentes que se congregan domingo a domingo sea una legión de entusiastas que hagan presente a Cristo en nuestras familias, en nuestros trabajos, en nuestros lugares de diversión, entre los jóvenes y los niños, entre los ancianos y los pobres, entre los enfermos incurables, entre los del sida y entre las gentes que ahora como hormiguitas humanas se dedican a explotar a sus hermanos mientras le entregan la bomba explosiva de una droga en cualquiera de sus formas?